De chico supe poseer siempre una noble inquietud: jamás me permití dejar de tener la palabra final durante los duelos de puteadas, refranes y criolladas que se disputaban entre el piberío de mi barrio. A cada insulto recibido, yo tenía uno aún mejor para retrucarlo. Sería por ello –pienso hoy- que mi impúber figura era tan respetada entre mis amigos del vecindario. No encuentro otro motivo para justificar semejante honra, pues bien es sabido que yo no era el más fuerte, el que corría más rápido, el que inflaba los globos de chicle más enormes, el que desenterraba más lombrices, ni siquiera el que tenía el pitulín más grande. En efecto, cada día me convenzo más de que fue el propio arte de la palabra el que me colocó en una situación por muchos pibes envidiada.
A medida que fui creciendo, noté que continuaba sembrando ese mismo respeto en otros barrios aún lejanos a mis aposentos, donde solía visitar a otros amigos o familiares allí radicados. De tal forma, sepan mis lectores que en Almagro nadie se atrevió jamás a dirigirme un insulto. En Merlo los chicos peleaban reñidamente por ganarse mi amistad. En Villa Gesell –durante mis añorados veraneos- recuerdo cómo un pequeño llamado Gonzalo buscaba enfurecerme adrede con el único y simple fin de tomar nota de cada una de mis hábiles y espontáneas contestaciones.
De la extensa lista de barbaridades con las que solíamos arremeternos, recuerdo haber ganado innumerables duelos con las populares
puteadas del conde. Llegué a memorizar entre veinte y veinticinco réplicas al concadenamiento de injurias que se generaban tras la frase:
“-¿Vamos? -¿A dónde? -Adonde cagó el conde”. Procederé a desarrollar tan sólo algunas de aquellas premisas, para lo cual me valdré -en forma ilustrativa- de dos personajes: (A) y (B).
“(A): ¿Vamos? (B): ¿A dónde? (A): Adonde cagó el conde. (B): Como el conde no cagó, andate a la puta que lo parió! (A): Como el conde está de huelga, agarrame la que me cuelga... (B): Como el chiste no tuvo gracia, subite la mía y hacé gimnasia. (A): Como el cuento no tiene fin, sobame el mocasín. (B): Como calzo poco, acariciame el coco. (A): El conde es vegetariano: agarrámela con la mano. (B): Al conde no lo veo: enrollame bien el fideo. (A): Ya que te hacés tanto el vivillo, bajate el calzoncillo. (B): El conde usa bombacha… y el maní empacha!, etc.” Y de esta forma he llegado a permanecer horas enteras sosteniendo cada réplica sin dar brazo a torcer hasta lograr la desidia de mis adversarios.
Dicho esto, confesaré que algunas semanas atrás, durante la fiesta de cumpleaños de ocho de mi ahijado, recordé el suceso relatado e intenté ratificar aquel título de campeón en insultos que supe ganarme durante mi niñez. En cuanto uno de los pequeños invitados me dio un
pie, arranqué hábilmente invocando al mítico conde, jactándome de ello. Para mi sorpresa, los niños se quedaron mirándome estupefactos, con mucha extrañeza y un evidente aire de preocupación. Sin embargo, olvidaron rápidamente el episodio y continuaron jugando con su Playstation, que era, sin duda, mucho más entretenido.