Back-up de textos de Germán Navas

Espacio que utilizo para mantener a salvo todo lo que escribo: cuentos, notas periodísticas, poesías, letras de canciones, fórmulas, historietas y recetas de cocina. Seguramente sea mi espacio más íntimo en la Web, por eso te pido discreción.

sábado, julio 10, 2010

El día que fui último (2da versión)

Que mi madre haya encontrado en el altillo de casa las carpetas de dibujos de mi infancia, no me significó un hecho menor. En un primer momento –para ser sincero- me desinteresé completamente de su contenido. No veía en ello más que una recopilación de horribles imágenes en lápiz de tiempos pasados. Sin embargo, confieso que al pasar una a una las hojas, reviví cada ilustración acompañada de un recuerdo y una sensación orgánica. Los recuerdos eran variados, pero las sensaciones devenían cada vez más intensas a medida que el calendario avanzaba sobre la portada de cada una de las carpetas.
Las últimas compilaciones me situaron en mis épocas más sombrías, que han coincidido con la etapa plena de pubertad y desarrollo hormonal. Tiempos en que, pese a la edad, uno va descubriendo pequeñas cosas que nos convierten en grandes seres, y que además, también nos hacen más respetables.
Precisamente, recordé cómo en aquellos años, el respeto podía ganerse de diversas formas, ya sea, salivando a larga distancia, eructando el abecedario completo, trepándose a la copa de un árbol en pocos segundos, dibujando obscenidades en el pizarrón, o sobre todas las cosas, jugando talentosamente a la pelota.
Las sensaciones internas de intranquilidad no hicieron más que traerme a flor de piel el hecho de haber nacido absolutamente falto de una cualidad que considero primordial en todo hombre: soy, y siempre lo fui, un pésimo jugador de fútbol. Y para un jovenzuelo en procura de dejar atrás sus últimas artimañas de niño, e ingresar al mundo de la pubertad, hacía falta dominar –al menos en lo básico- dicho deporte. Allí, el origen de mi única y gran frustración, de mi enorme y sombrío karma.
Situándonos en el marco de la escuela primaria, el momento oportuno para demostrar este mencionado talento solía ser, en primer lugar, los recreos, donde armábamos pequeños balones a partir de bollos de papel –hojas número tres arrancadas de las carpetas de nuestras compañeras- recubiertas en su totalidad por una cinta scotch obtenida secretamente del armario de la maestra. Otro ámbito clave para exteriorizar este tipo de habilidades deportivas era, sin lugar a duda, la clase de educación física, donde en el noventa por ciento de las ocasiones jugábamos fútbol.
Curiosamente, comencé a notar con el paso de los años que cuando nos disputábamos estos ilustres encuentros, ningún compañero de equipo me pasaba jamás la pelota. Era como si yo no estuviera presente en la cancha y mi equipo jugara con uno menos, pero reconozco que tampoco les pedía que me la entregaran, pues lo más probable es que la perdiera, por lo que trataba de franquear desapercibido, con la ofuscación de querer ser mejor sin poder si quiera frenar a un delantero o acertar un pase.
A medida que fue pasando el tiempo, probé desempeñarme en todos los puestos existentes: en sexto grado, de arquero (fui un colador), en séptimo grado y primer año, de defensor (no paré ni al colectivo), el año siguiente, de volante (más que volante, era un manubrio de bicicleta), y por último, de goleador (resulté goleador de goles en contra).
Así las cosas, no me quedaba más opción que resignarme a ser considerado un niño diferente a otros. Diferente en el mal sentido de la palabra. Discriminado. Nadie quería tenerme nunca en su equipo. No había más nada por hacer al respecto. Era el típico “madera”, “ojota”, “aparato”, “tronco”, “patadura”, y todas esas cosas que suelen describir a quien no cuenta con una sólida formación e instrucción técnica en el deporte fútbol.
A esta altura, pienso que lo más duro de todo es que yo amaba el fútbol, me apasionaba. Mi viejo me convirtió en fanático de Boca Juniors, contagiándome toda la locura y el fervor por la pelota. Digamos que si a mí nada de esto me interesara, poco influiría en mi desarrollo personal mi condición de mejor o peor deportista. Pero yo no lo sentía así. Era vital para mí poder desempeñarme correctamente como jugador, cosa que jamás –y de veras que lo intenté- he conseguido.
Un hecho típico que solía suscitarse durante las clases de educación física era el siguiente: los dos mejores jugadores de la división arrimaban lentamente sus pies en forma rectilínea, al ritmo del “pan y queso” y quien pisaba primero al otro, comenzaba por escoger a un compañero, el cual pasaría a integrar su equipo. Luego, seguirían eligiendo en forma alternada, de a un jugador por vez. Naturalmente, primero se elegían a los más habilidosos, y poco a poco iba quedando el material descartable. En la generalidad de los casos, el último de los presentes no era elegido, su nombre no era pronunciado jamás, sino que automáticamente se incorporaba en una de las escuadras como un sombrío rezagado.
Si bien yo era muy malo –y estoy siendo generoso conmigo mismo con dicho adjetivo- tenía la suerte de que existieran siempre dos niños aún menos deportistas que yo, que eran elegidos con posterioridad a mí: el primero de ellos, Paco –apodado “el rengo” por razones obvias-, y el segundo, Felipe, apodado “el maricón” -también por razones obvias-. Respecto del primer caso, Paco había nacido con una pierna mucho más larga que la otra, lo que lo obligaba a caminar con inusitada dificultad, y siempre se la pasaba diciéndonos que estaba próximo a operarse, mientras que ello –todos sabíamos- era un deseo de él, y como tal, jamás ocurría; y en lo que concierne a Felipe, éste se la pasaba observando las mariposas, corriendo pajaritos, y escapando velozmente cada vez que el balón se le acercaba, como una oveja que huye despavoridamente del la amenaza de una jauría de lobos. En resumen, de los más “normales”, yo era el peor de todos.
Hubo un día en que, por algún motivo, Paco había faltado a clase, y a Felipe lo había tenido que venir a buscar su mamá porque había sido picado por una abeja en el codo izquierdo y se había echado a llorar desconsoladamente durante horas. Pues bien, al llegar la hora de gimnasia, yo sabía lo que acontecería. Los dos mejores irían, nuevamente, al ritmo del “pan y queso”, a elegir los integrantes de cada equipo. Me percataba perfectamente de lo que me esperaba, y aquello tan irremediable por fin tuvo que llegar como un veloz y arrollador tren al que se lo ha estado esperando por horas. Y el tren pasó y me arrolló, y la angustia que sentí en aquel momento aún creo poder sentirla en la piel con solo pensarlo. Me desmoralicé por completo, ese día me convertí en desecho, en el material absolutamente descartable del curso, en la sobra. Por si no quedó claro –y me avergüenza decirlo-, ese día fui el último en ser elegido.
Del partido, poco y nada retengo en mi memoria. Cuanto más malo se es, más difícil resulta poder disfrutar de un encuentro de fútbol, aunque sea en el patio de un colegio. Si habitualmente jugaba en forma deplorable, aquel día lo hice peor que nunca en mi vida, porque me había tocado ser el más malo de todos, y la moral había teñido todo mi cuerpo con sus escabrosos desaires.
Debo aclarar –sin perjuicio de todo lo expuesto- que jamás recibí grandes insultos ni menoscabos por parte de mis compañeros, más allá de mis apodos. Ellos, al igual que yo, sabían que sobre lo que Dios nos dio o nos privó a cada uno de nosotros, el hombre no tiene demasiado por alterar. Por tal razón, la resignación era mutua, y llegaba al punto que, usualmente, era alentado cuando daba un pase bien, o las veces que me tocaba ir al arco, cuando atrapaba una pelota. «¡Bien, Ger!» –me decían. Y yo explotaba de bronca, porque solamente a mí me festejaban ese tipo de jugadas, que para el resto eran normales. Aquello me ponía peor de ánimo y podía darme cuenta.
El día que me tocó ser elegido último recuerdo haber llegado a casa llorando. Mi mamá me abrazó inmediatamente e intentó consolarme como pudo.
-Tesoro… pensá que a los otros chicos no les va tan bien como a vos en la escuela, y ninguno de esos que anotan tantos goles, como decís, tiene tus notas. ¿Y qué hay de las olimpíadas de lengua? Nadie más que vos fue premiado por sus cuentos.
La verdad es que a mi vieja la amo, todo lo que ella me decía en cierto sentido me tranquilizaba, pero siento que nunca pude hacerle entender del todo que a mí no me interesaba resolver cálculos matemáticos rápidamente, conocer de memoria las veintitrés provincias argentinas, saber qué día murió Belgrano, ni ser elegido delegado del curso. Yo quería jugar bien a la pelota, nada más, tan simple como eso, pero no. Tan sencillo que parece, y fue algo inalcanzable para el resto de mi vida.
Tenía que conformarme con dibujar, en las horas de plástica, un horrible partido de fútbol –porque además era pésimo para dibujar, pero eso no importaba al lado de no saber gambetear-, donde un jugador de facciones desproporcionadas gritaba fervorosamente un gol. Y bien sabía que ese jugador era yo mismo, la estrella del equipo, el que los llevaba a la victoria a todos esos hombrecitos deformes y descoloridos. Siempre dibujando fútbol, y dale, con el fútbol. Eso me hacía sentir mejor, al menos por un rato. Tan es así, al punto de que conservo en el altillo todas esas decadentes ilustraciones, que tengo ahora delante de mis ojos.
Sin embargo, no podría dejar de mencionar que a su vez, contaba yo con una enorme aptitud para los videojuegos, allí sí que era bueno corriendo, saltando, cabeceando, atajando, anotando goles. Seguramente, el placer desmesurado que me causaba ganarle a mis compañeros con el joystick en mano, intentaba –en algún lugar de mí- remendar los huecos generados por la elemental carencia aptitudinal sobre la que vengo haciendo hincapié.
Es probable que uno de los más traumáticos momentos durante mi etapa de pubertad haya sido el instante en que llegaba la noche y yo soñaba. Siempre soñaba que hacía el gol más importante de mi vida, y que lo festejaba, y que el equipo corría a abrazarme y me levantaban entre todos, y la hinchada coreaba mi nombre. Luego despertaba, y otra vez los vientos de la frustración que se habían instalado en mí resoplaban cada vez con mayor presión vendavales de impotencia.
Ahora puedo ver todo ello a la distancia, pero no podría decir que con absoluta objetividad, pues observo todos estos dibujos e inmediatamente comienzo a percibir –como decía antes- sensaciones disímiles en mi organismo.
Hoy precisamente, que mis herramientas de trabajo son el lenguaje y la palabra, pienso en todo lo acontecido durante aquella etapa de mi vida, y no puedo evitar caer en la creencia de que cuando tenga un hijo no estoy seguro de querer convertirlo en un fanático del fútbol como me tocó a mí. No quisiera que se vea expuesto a sufrir la misma impotencia que sufrí yo, las mismas frustraciones y desazones por culpa de una estúpida esfera de cuero. Que escuche buena música, que sea lector, o quién sabe, actor; que se sociabilice con sus amiguitos como pueda, y disfrute de lo que él realmente elija disfrutar, que -desgraciadamente- estoy convencido que será el fútbol, tal como su padre y el mío.

Don Antón Saxofón.