Back-up de textos de Germán Navas

Espacio que utilizo para mantener a salvo todo lo que escribo: cuentos, notas periodísticas, poesías, letras de canciones, fórmulas, historietas y recetas de cocina. Seguramente sea mi espacio más íntimo en la Web, por eso te pido discreción.

miércoles, abril 03, 2013

"Happy ending" Thai massage


Tailandia, la perla del sudeste asiático. Millones de turistas la visitan anualmente en procura de conocer una cultura completamente distinta a la propia. En procura de conocer sus misteriosas costumbres, recorrer sus templos budistas, sus exóticas playas, sus extravagantes comidas. Pero sin lugar a duda, una de las experiencias autóctonas que más llena de placer a los extranjeros es el auténtico masaje tailandés: una técnica milenaria que se transmite de generación en generación desde hace dos mil quinientos años, y que consiste en equilibrar todas las tensiones del cuerpo y redistribuirlas por medio de distintos estiramientos y flexiones musculares, con fundamento en algunas cuestiones espirituales, filosóficas y hasta religiosas, sobre las que no quisiera explayarme porque los aburriría. Lo cierto es que todas las ciudades de la región se encuentran cubiertas de carteles con la leyenda “Thai massage”, anunciando la presencia de un centro de masajes.
Bueno, hasta aquí, les conté lo mismo que relatan todos los libritos de viaje. Basta de pelotudeces. En realidad quiero llegar a otra cuestión, mucho más íntima, que me sucedió.
Venía experimentando el “Thai massage” como un excelente método para elongar la espalda y combatir mi hernia de disco lumbar que si bien no me producía dolor, necesitaba mantener bajo control, no sea cosa que me arruinara la luna de miel.
Llevábamos ya dos semanas recorriendo la región, y para aquel entonces nos habríamos dado, calculo que unos cuatro o cinco masajes en distintos lugares, con diferentes terapeutas. Siempre nos tocaron mujeres, sonrientes, serviciales, claro, hasta el momento en que se te suben a la espalda y caminan por encima tuyo estrujándote todos los huesos, y haciéndote sonar todas las articulaciones de un modo que parecés un “piano humano”.  Sea como sea, cada vez que entraba a una sala de masajes me sentía y Renault 12 descascarado, y al salir, una Ferrari radiante. No sé cómo hacen, pero les juro que es así.
Otra cosa interesante para mencionar es que en cada ocasión en que entrábamos a un local de masaje, nos venían llevando a una sala donde simultáneamente nos atendían junto a Belén en dos camillas separadas, pero contiguas, de modo que podíamos vernos uno al otro y generar un sinfín de guiños cómplices propios de códigos de la pareja. Tampoco me quiero explayar sobre eso, sino sobre lo que me pasó en la ciudad de Chiang Mai, al norte de Tailandia.
De noche, mientras caminábamos por un inmenso mercado de artesanías (serían las 22 hs., aproximadamente), le sugerí a Belén que mientras ella iba recorriendo todos los elegantes puestitos de venta de souvenirs, yo entraría a darme un masaje. No se opuso. Todos felices. Quedamos en encontrarnos a las 23 hs. -es decir, una hora más tarde- en la puerta del lugar.
Ahí nomás, entro feliz a la casa de masajes y me atiende un muchacho, servicial al extremo, como todos en Tailandia. Nunca una cara de orto. Les juro, me pasé toda la vacación buscando al “tailandés con cara de orto” y no lo encontré. Pero ese también es otro tema.
La cosa es que el tipo me saluda con un gesto y yo me luzco con mi mejor tailandés:
- Sawadee Kràp.
- Oh, sir, how’re you? –me contesta, y yo me replanteo por enésima vez en el viaje para qué carajo me maté estudiando el idioma.
Me señala que lo siga por la sala principal donde estaban todas las mujeres haciendo elongar a sus pacientes, pero para mi sorpresa, seguimos de largo y comenzamos a subir una escalera. Primer piso (había un par de habitaciones privadas, cuyas puertas estaban cerradas). Segundo piso (ahí me pregunté… ¿a dónde me está llevando?). Tercer –y último- piso: una única y silenciosa habitación, aislada de todo.
Primero me parecía raro que sea un hombre quien me conduciera a lo largo del local, segundo, que me llevara a un lugar tan aislado del resto. Algo olía mal y no eran mis huevos (de los que hablaré más adelante). Cuando me pidió con señas que me desvista, toda mi curiosidad se transformó en pánico. Comencé a tensionarme, pero eso no es lo que más me preocupaba, porque se suponía que iban a masajearme. Instantáneamente, el hombre me dio una especie de toalla con una cinturón para taparme un poco y se retiró pidiéndome que espere en la camilla.
Un recuerdo reciente produzco un cambio repentino sobre mi percepción de las cosas. Unos días atrás, había conocido en las playas de Phi Phi Island a unos argentinos que me contaron que en un local de masajes los llevaron a un lugar “privado”, los masajearon, y al final de todo… las tailandesas les ofrecieron un “happy ending” (fonéticamente japi ending, ¿se entiende, ¿no?), por supuesto, con un recargo económico, que ellos aceptaron y disfrutaron hasta el éxtasis.
Y ahí entendí todo: me vieron llegar solo, me vieron joven, me vieron desenvuelto, y pensé: “Ahora me mandan a la más puta de todas las masajistas tailandesas, que después de estrujarme todos los huesos me va a ofrecer un happy ending”.
Me reí para mis adentros, me puse colorado. Imaginaba cómo sería la tailandesa y cómo le explicaría que yo en realidad estaba de luna de miel, y que mi mujer estaba en un mercado, y una sarta de cosas que a ella nada le importarían, y entonces se lanzaría sobre mi humanidad hasta despojarme de todos mis principios morales. Al margen de lo que sucediera, la situación ya de por sí era completamente excitante. Algo en mí comenzaba a erguirse y a dar signos de vida. ¡Qué vergüenza! Invoqué –en vano- pensamientos desagradables para estimular un retroceso. Ahí es cuando escuché unos pasos que se dirigían hacia la habitación. Eran pasos delicados, como susurros. Las tailandesas susurran pisadas, pensé, y me volví a reír.
La puerta se abrió con lentitud, al tiempo que el mundo y mi humanidad se fueron cayendo en ruinas. Contemplé cuidadosamente a la persona que estaba frente a mí, me froté los ojos. No estaba errado. Era él, el mismo muchacho que me había hecho entrar, también vestido para la ocasión. Cuando cerró la puerta, quedando ambos en la silenciosa sala, como Adán y Eva en el paraíso, y se derrumbaron mis últimas fantasías sobre la teoría del happy ending. Dudé de su masculinidad, bueno, en realidad uno puede dudar de la sexualidad de todos los tailandeses: ¿por qué son tan exageradamente amables? ¿Eh? ¿No hay un límite que sobrepasan y hacen que los veamos con otros ojos? Este tipo no era la excepción, y encima me miraba y no me decía nada. Los segundos parecían horas. La pesadilla apenas comenzaba: mi miembro no terminaba de recuperar su posición de descanso, y pensé: “va a creer que todo esto me está excitando y se me va a venir encima”.
Las manos y el rostro me sudaban de a litros. Pensé en buscar algún plan de escapatoria, intenté recorrer con mi mirada la habitación, y me detuve en uno de esos gatitos chinos de la fortuna, que saludan con el brazo, bueno, este gato me miraba regodeante a los ojos, con cara de perversidad, en augurio de lo que llegaría. Aquél gato inició mi camino a la resignación. Camino que profundizó su sinuosidad cuando el muchacho me pidió que me recueste en forma horizontal, boca arriba, con los brazos a los costados del cuerpo, y se subió sobre mis piernas.
Me metí mi ateísmo bien en el orto y le recé a todos los santos habidos y por haber. En aquel instante de ahogo, empezó a enterrar con lentitud sus pulgares en mis muslos, bajando hacia la altura de rodillas, y volviendo –en dirección contraria- otra vez hacia los muslos, pero esta vez llegando un poco más alto. Esa rutina la repitió varias veces, hasta que sus manos ya estaban prácticamente rozando mi zona erógena cada vez que subía por los muslos. Yo estaba petrificado, como un boxeador tendido sobre el ring luego de un “knock-out”. La posibilidad de que me rozara los huevos era inminente. Ante el primer contacto (ya les digo, fue una caricia testicular ínfima), saqué fuerzas de donde no las tenía, levanté mis brazos con desahogo, y con las manos me agarré fuerte de las pelotas, como los jugadores de fútbol cuando arman una barrera ante un tiro libre. El masajista se alteró también, se alejó de la camilla y sentenció ambiguamente:
- It´s O.K.
¿Qué? ¿”It´s OK”? ¿Qué es lo que quería decirme con “It’s O.K.”? ¿Qué es lo que “está bien”? Cientos de teorías fluían como rayos a través de mis pensamientos: ¿Querrá decirme que “está bien”, que no me va a tocar el pito? ¿O que “todo está bien”, que me relaje, que él seguiría? ¿Habrá querido decirme que sabe que yo me di cuenta de sus oscuras intenciones? Mi cabeza daba vueltas como un ventilador, el gato burlón me miraba regocijado, cada vez más satisfecho. Las paredes de la habitación se hacían cada vez más estrechas.
El tailandés supo leer mi incomodidad, y me pidió que cambie de postura, entonces me dio vuelta boca abajo. Chau, pensé. Es su venganza por haberme tapado los huevos, rompí las reglas. Estoy en el horno.
Decidí dejar de pensar y no pude hacerlo (al día siguiente tenía una clase de meditación que me vendría bien) pero al menos pude desviar mi pensamiento para otra dirección: todo este estado de nerviosismo me había provocado muchas ganas de soltar un pedo. Y me dije: “La única persona que me toca los huevos y frente a la que me tiro pedos libremente es Belén. Por carácter transitivo, si este muchacho me toca los huevos, no hay nada de malo en que suelte un gas frente a él”. Qué estupidez tan grande. Me juzgué con los peores argumentos y pensé por qué razón tendría que crear una teoría mental para justificar soltar un pedo, o lo que es peor: ¿por qué tengo que crear una teoría para todo?
Sin embargo, nuevamente deseché la posibilidad del pedo en el instante en que comenzó a hacer unas tomas como de karate, o algo así, detrás de mí, utilizando los brazos y piernas para elongarme. Ahí mostró su gran potencial. Lo tomé como una nueva advertencia, como un: “ni se te ocurra cagarte porque te descuartizo como Tupac Amaru”.
Como última opción, elegí el mejor camino que creí posible: me entregué al masaje. Y empecé a disfrutarlo. Empecé lentamente a sentir cómo todo en mí se iba estirando (hablo sin doble sentido, no me malinterpreten), cómo se aliviaban mis tensiones, se relajaban mis articulaciones, y creí quedarme dormido.
Al despertar, vi al muchacho reclinado a un costado de la camilla, en posición de reverencia. Yo me sentía renovado. Entendí la situación: él ya había terminado el masaje (no podría precisar hace cuánto tiempo), y no quería quitarme el sueño, entonces se quedó aguardando a que abriera los ojos según mis instintivos designios.
Lo miré y pensé: “Qué buen tipo que resultó ser este tailandés”, pero en seguida recordé el modo en que lo había prejuzgado, y que después de todo él jamás me faltó el respeto, sino por el contrario, me había dado probablemente el mejor masaje recibido hasta el momento.
¡Qué injusto que había sido con el muchacho! ¡Qué lejos que estoy de llegar a comprender su cultura, sus raíces, su idiosincrasia! Ahí nomás, teoricé sobre lo contaminado que está el pensamiento occidental en relación a la mentalidad oriental, y también teoricé sobre otras cuestiones por el estilo.
Cuando miré el reloj, vi que habían pasado casi dos horas desde que había llegado a la sala de masajes, y que Belén seguramente estaría abajo desesperada buscándome, o preguntando por mí, sin saber nada del idioma tailandés. Imaginé, pobre, a mi mujer describiéndome con señas, dibujándome con la ayuda de un perito perteneciente al cuerpo de la policía científica tailandesa.
Me apuré, saqué la plata de la billetera dispuesto a pagarle. Pero agarré de más. Agarré de más, primero por el tiempo extra que el masajista se quedó al lado mío esperando a que me despertase, segundo, como una suerte de indemnización por los inmerecidos pensamientos sobre los que lo hice responsable. Y entonces intenté elaborar una nueva teoría acerca de por qué muchas veces en la sociedad occidental tendemos a lavar nuestras culpas con dinero, pero no. Ya basta de teorías. Ya habían sido demasiadas en lo que iba del día.