Back-up de textos de Germán Navas

Espacio que utilizo para mantener a salvo todo lo que escribo: cuentos, notas periodísticas, poesías, letras de canciones, fórmulas, historietas y recetas de cocina. Seguramente sea mi espacio más íntimo en la Web, por eso te pido discreción.

miércoles, enero 31, 2007

Uspallata: Pueblo de matemáticos

Recientemente, me contó mi amigo Alexis acerca de la existencia de un pueblo de matemáticos instalado en Uspallata, provincia de Mendoza. Allí, los habitantes de lugar intentan, todo el tiempo, hacer pensar, razonar y poner en marcha las neuronas de los turistas que pasan a visitar el pintoresco poblado.
Alexis me refirió, también, cómo fue su experiencia personal durante su corto paso por Usapllata. En un comienzo, al arribar a la terminal de Ómnibus del lugar, preguntó a un transeúnte la dirección del hotel Galápagos, donde tenía una reservación. El peatón respondió: “La calle se la digo: Azcuénaga. Si quiere la numeración, tenga usted en cuenta que X=(255.π/2.44)²”. Lógicamente, mi amigo se burló de aquél individuo y continuó su desorientada marcha. Pocos metros más adelante, sintió ver la silueta de una mujer embarazada saliendo de un supermercado. Se acercó a ella y con total amabilidad le indagó: “Disculpe la molestia. Busco el hotel Galápagos…”.
- ¿Usted ya ha preguntado a alguien más sobre esa dirección en el día de hoy? –quiso saber, ansiosa, la mujer.
- En verdad, sí, ¡le pregunté a un loco, quien sólo supo responderme mediante un cálculo matemático! –respondió Alexis.
- Pues entonces, al resultado que obtenga de aquel cálculo matemático deberá adicionarle la raíz cuadrada de la siguiente ecuación: X=(1,77.π³/2.44)².
Alexis, decepcionado, continuó en busca de algún ser humano que se apiadase de su infortunio, y sólo consiguió más cálculos y ecuaciones imposibles para quien, además, había tenido que estudiar matemáticas durante todos los veranos mientras duró su colegio secundario.
Decepcionado, agotado y muy desesperanzado, intentó regresar en colectivo de línea a la terminal de micros de Uspallata con el ánimo de partir de regreso de Buenos Aires. Durante aquel breve viaje en bondi, logró comentar al chofer toda su desgracia, con lujo de detalles. El conductor le prestó mucha atención, y cuando mi amigo dejó de hablar, le dijo pausadamente y guiñándole un ojo: “Mirá bien el número que te acaba de tocar en el boleto...”
- Trescientos trece… ¿No…no… me diga que… esta es la…la… numeración del hotel?
–quiso saber, esperanzado, emocionado, y tartamudeando Alexis.
- ¡No, paspado, lo que quería decirte es que te tocó un boleto capicúa!

martes, enero 23, 2007

Cuento "El catador"

El catador

¡Mozo, esta sopa crema está desabrida! –protestó el Sr. Oscar Watson subiéndose la bragueta.
¡Mozo, a este Daikiri le falta ron! –protestó el Sr. Oscar Watson, minutos más tarde, volviéndose a subir la bragueta.
¡Mozo, este vino está rancio! –protestó el Sr. Oscar Watson, subiéndose por última vez la bragueta, y retirándose definitivamente del restaurante.

            Durante su niñez, el pequeño Oscar sufría de severos ataques de nerviosismo. Su padre, Hipólito Watson, al ver que su hijo empeoraba cada día más en su patología, realizó innumerables consultas a diferentes médicos y psicólogos de la especialidad, todas ellas sin el más mínimo éxito. El niño sufría, por momentos, recaídas abominables dentro de las cuales solía tirarse del pelo, morderse los dedos de los pies, escupirse la remera, o golpear fuertemente a su abuela Chona, entre otras atrocidades.
            Ya casi vencido, y pronosticando un camino sin retorno, Hipólito visitó a un brujo chamán, quien le apuntó: “mojarás los testículos del pequeño Oscar en un vaso con agua, y ello le traerá la calma”. Y así fue como el sistema sugerido por el brujo dio completo resultado. Ante cada episodio de excitación, el padre tomaba un vaso con agua, le bajaba los calzones a su hijo, y tomando cuidadosamente sus testículos, se los hundía en aquél. Y hete allí, la más absoluta calma. La fórmula del chamán dio un éxito que nadie –ni siquiera el propio Hipólito- se había atrevido a pronosticar.
            Los años transcurrieron, Oscar fue creciendo y transformándose en un verdadero adulto. Rápidamente aprendió –entre otras cosas- a aplicarse él mismo y por sus propios medios, la dosis preventiva de agua en sus testículos ante cualquier señal de eventual nerviosismo. No escapará al análisis de cualquier psicólogo, que dicho acto pulsional le ocasionaba un consolador placer, volcando toda su libido en el delicioso acto de humectación en aquella zona erógena. Ello lo fue motivando a aplicarse dichas “dosis” aún sin sentir sus habituales alteraciones nerviosas, sino más bien, por mero regodeo.
            La noche en que Oscar cumplió 22 años se suscitó un extraño episodio que marcaría su vida. Una vez que los invitados de su fiesta se marcharon, quedando en absoluta soledad, el joven tomó sin darse cuenta un vaso cuyo contenido no era el usual y se lo llevó imprudentemente a sus pelotas. A continuación, las hundió, y tras experimentar una sensación tan diferente como novedosa, prorrumpió: -¡Jugo de naranja!
            Inmediatamente tomó de la mesa otro vaso plástico que había sobrado de la celebración, y sin mirar su contenido se desafió a sí mismo llevándolo a su zona genital. Se concentró y sentenció: -¡Coca Cola dietética!
            Desde aquel entonces, Oscar tomó plena conciencia de que sus huevos habían desarrollado propiedades gustativas, y tal fue el éxito que obtuvo con dicha técnica, que su calidad de degustación superó al mejor de los paladares humanos, convirtiéndose en un verdadero y particular catador testicular.
            Hoy, a los 58 años de edad -mientras la ciencia sigue intentando encontrar la respuesta a este particular fenómeno- mi padre trabaja día y noche catando vinos para las más finas bodegas a nivel nacional e internacional, y en temporada de olivares, degusta aceites de oliva de las más prestigiosas fincas de exportación de nuestro país.
            Su libro “Desarrollando el paladar testicular” –respecto del cual he tenido el honor de escribir el prólogo- se ha convertido en un verdadero éxito de ventas, y en los próximos meses comenzará a rodarse el film documental que narra su vida y se titulará “Oscar Watson: con el agua hasta las bolas”, dirigido por el surrealista cineasta catalán Jordi Arnau.
            Dentro de los principales misterios que siempre han girado en torno a mi padre, se destaca el interrogante acerca del carácter hereditario de su don. Pues bien, como único hijo quisiera confesar que jamás he querido intentarlo, aunque ello no quita que en ciertas ocasiones lo haya premeditado. A lo largo de mi vida he sostenido que cada órgano vital tiene una función única e indispensable para nuestro organismo. De hecho, cada vez que me alguien me preguntaba al respecto, solía contestar: -Una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa: relojero a tu reloj y zapatero a tus zapatos.
            Sin embargo, hoy cumplo 22 años, la misma edad que tenía mi padre al momento de descubrir las propiedades gustativas de sus testículos. Siento que ya soy lo suficientemente maduro como para afrontar la respuesta, y que la intriga por fin me ha vencido; quien sabe, tal vez cargue con su misma virtud. Es éste el instante de descubrirlo, y por eso, ya tengo la bragueta baja y el vaso con agua preparado delante de mí. Ha llegado la hora.
            ¡Salud, compañeros!

            

jueves, enero 11, 2007

Cada vez está más difícil salir a comprar canelones

Cada vez está más difícil salir a comprar canelones

La lluvia dominical fue la excusa perfecta para invitar a algunos de mis amigos a almorzar unos ricos canelones en casa de mi madre. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que nos habíamos visto y ya comenzaba a extrañarlos. Luego de obtener –con éxito y en tiempo récord- cada una de las confirmaciones, me dirigí caminando con cierta prisa hacia el local de pastas frescas donde habitualmente suelo comprar. Dado que quedaba poco tiempo antes de que mis camaradas llegaran, decidí hacer lo más rápido posible.
Una vez dentro del negocio, corrí hacia el mostrador y pegué mi cuerpo a la parte frontal, inclinando el torso bien hacia adelante. Miré con obstinada fijación a los ojos del vendedor, que se encontraba pesando en la balanza algún producto que jamás llegué a observar con nitidez, pues mis pupilas no se desprendieron en ningún momento de las propias del empleado. Mientras aguardaba con ansias poder llamar su atención, recordé unos ejercicios de autocontrol que había extraído de un antiguo libro de Krishnamurti, referidos al manejo de la energía ocular y su proyección en el espacio. No pude evitar emocionarme cuando, tras haber puesto en práctica la técnica al pie de la letra, los ojos del joven y los míos se detuvieron perfectamente enfrentados. Es más, hasta juraría haber percibido una recta línea punteada que atravesaba el espacio comprendido entre nuestros iris.
Sin embargo, a un año de transcurrido aquel episodio, comienzo a creer que el motivo que realmente atrajo la mirada del muchacho fue, sencillamente, su curiosidad por la ejecución del ejercicio de Krishnamurti, consistente en abrir los ojos, levantar las cejas, colocar cada índice dentro de un oído y enrollar el labio superior para dejar entrever las encías.
No alcancé a pronunciar siquiera una sílaba cuando el vendedor –sin romper la línea punteada que nos unía- señaló ágilmente en dirección a un rojizo artefacto similar a un pacman, amarrado al piso mediante una barra de metal, ubicado a mis espaldas. Al darme vuelta pude arribar a dos conclusiones: la primera, que había que sacar número; la segunda, que unas quince personas se encontraban detrás de mí dispuestas a impedirme furiosamente que me propasase intentando ser atendido antes que ellos. Imaginé que mis amigos ya estarían en camino y comencé a experimentar una suerte de exaltamiento interior.
Ya con el rostro colorado a causa del rubor, obtuve mi número, como todo el mundo. En rigor de verdad, al tironear con tanto nerviosismo me quedé con ocho unidades contiguas -en lugar de una- y escogí, lógicamente, el menor cardinal: el cuarenta y cuatro.
Durante los siguientes veinticinco minutos –que parecieron horas- reflexioné acerca de lo fatal que resultaría que, de llegar mis amigos antes que yo, fueran atendidos por mi madre, pues reconozco que jamás conocí en el mundo persona más hostil e inhospitalaria que ella. Una intensa sensación de nauseas iba invadiendo lentamente cada uno de mis órganos vitales.
Cuando la paciencia me colmó y tomé la decisión de retirarme del lugar con las manos vacías y ejecutar algún “plan B”, caí en la cuenta de que solamente faltaba un número para mi turno. Valía la pena esperar un poco más; ya casi estaba. La persona que se ubicaba delante de mí era una pequeñita anciana que se tomó todo el tiempo del mundo para decidir qué iba a llevar, y para colmo, el empleado la consentía en sus inquietudes con una tranquilidad inusitada. La señora quiso saber el precio de cada uno de los productos ubicados en las góndolas, incluso haciéndole repetir algunos de ellos más de una vez. Sin duda, lo que más me llenó de cólera fue el hecho de que aquella vieja de porquería terminó comprando, tan solo, un puñado de ñoquis. Llegué al punto de agradecerle a Dios el no haberme brindado la posibilidad de conocer a mis abuelas.
- ¡Cuarenta y cuatro! -al pronunciar el vendedor mi número, lo introduje yo mismo en el pequeño pinche plateado ubicado sobre el mostrador, intentando con dicho ademán revelarle cierto apuro de mi parte. Sin dejarle hablar, me adelanté a pedir:
-  Cuatro porciones de canelones, por favor.
- ¿Qué tipo de canelones quiere llevar?
- Los comunes… los de siempre –exhibí con ello cierta muestra de antipatía.
- Claro, pero sepa que hay canelones de verdura y pollo, de verdura y ricota, de ricota y nuez, de ricota, jamón y nuez, o puede hacer las combinaciones que usted desee respecto de todos esos gustos –expuso muy sonrientemente, casi en forma de canto.
Comencé a vacilar. Intenté recordar, sin éxito, cuáles había llevado la última vez. Le exigí que me repitiera qué gustos había en disponibilidad.
- Tenemos canelones de verdura y pollo, de verdura y ricota, de ricota y nuez, de ricota, jamón y nuez, o también puede hacer las combinaciones que usted desee respecto de todos esos gustos –el vendedor dejó escapar de su rostro una exagerada mueca de amabilidad.
- Bueno, deme… de ricota, verdura y nuez –respondí sin pensar lo que estaba pidiendo.
- ¿Cómo los quiere: en masa de canelón o en masa de panqueque? –retrucó, el muy simpático.
- ¿Cuáles son los normales, lo que la gente pide habitualmente? –ya no podía disimular mi fastidio.
- La gente pide de las dos formas. Ambos son riquíiiisimos –el empleado se frotó estúpidamente la panza con su mano derecha.
- ¡Qué sé yo, deme los de masa de panqueque! –rebatí con premura, alzando sensiblemente el tono de mi voz.
- ¿Con qué salsa se lo preparo? Tenemos…
- ¡Bolognesa! –interrumpí con brutalidad, sin importar ganarme la mirada displicente del resto de la clientela.
- ¿Bolognesa de carne picada o de pollo?
¿Qué me estaba preguntando? Para mí la salsa bolognesa había sido siempre de carne picada. En ese momento pude sentir cómo una tortuosa gota de sudor recorría lentamente mi espalda para introducirse, por fin, entre las nalgas.
- ¡De carne picada! –grité enfurecido, golpeando con mi puño el mostrador y esforzándome por hacer oídos sordos a los groseros comentarios de los parroquianos allí presentes.
- ¿Los quiere para recalentar en horno común o en un microondas?
No podía hacer memoria suficiente como para recordar si mi madre tenía o no un microondas. Pensé cuál había sido el último regalo que le había hecho mi padre para su cumpleaños, pero no. No era un microondas, sino una cafetera. Para colmo, a causa del apuro me había olvidado el teléfono celular, como para llamarla y preguntárselo a ella directamente. Tal como podía anticiparse, el volcán entró en erupción.
- ¡¡¡Horno común!!! –rompí en lágrimas y proseguí sollozando con la mayor de mis energías, al tiempo que un hilo de baba colgaba desde mis comisuras.
- ¿Piensa conservar los canelones en freezer o congelador?
- Pero, ¿cuál es la puta diferencia entre freezer y congelador? –vociferé parado sobre el mostrador -sin dejar de gimotear- dirigiéndome ya no al empleado, sino a los presentes que espectaban la escena, conmovidos.
            Me invadieron fuertes temblores, sentí un ahogo que no me dejaba respirar y comencé a brotarme. Las palpitaciones alcanzaron un ritmo de semicorcheas y mi vello capilar comenzó a desprenderse y caer por su propio peso.
Debo aclarar, a doce meses de aquella contingencia, que mis psiquiatras afirmaron haberse tratado de un verdadero “estado de shock” –en el mejor de los casos- o bien, de un “ataque de pánico con transtornos psicótico-paranoides”.  
Habiendo observado mi alrededor nublado y algo difuso, acabé desvaneciéndome por completo hasta caer de boca al piso, y quedé empapado a causa del profundo charco de lágrimas y baba. Una vez en sueños, pude distinguir nuevamente el insufrible rostro del empleado, quien seguía disparando preguntas, sin dejar de esbozar –siempre- la misma mueca jocosa: “¿Los canelones van a ser servidos en una mesa redonda o en una cuadrada? ¿Bajo techo o al aire libre? ¿Los va a cortar con tenedor o con cuchara? ¿Va a utilizar anteojos durante su almuerzo? ¿Cuál es su perfume favorito? ¿Aceptaría comprar un tiempo compartido?”
- ¡Su pedido está listo, señor! –distinguí cada palabra cargada de un eco lejano, como proveniente de una caberna.
Entonces recobré la conciencia y, sin dejarme ayudar, me reincorporé tomándome del mostrador. Arrojé un billete de cincuenta pesos húmedo y arrugado, y me hice de los canelones, apretándolos con toda mi fuerza entre brazos y pecho. Sin pedir permiso a la veintena de personas que me rodeaba, escapé del lugar sin reparar en que la lluvia ya se había graduado a la categoría de diluvio.
            Desde aquel episodio en el local de pastas, nunca más regresé a mi casa ni a la de mi madre.  Los canelones –fieles aliados- me han acompañado por mucho tiempo a todos los lugares que visitaba, y me supieron escuchar y aconsejar. Antes de ser atendido por los médicos, solía dejarlos escondidos bajo la alfombra de la sala de espera, y cuando la sesión concluía, los recojía nuevamente con el mismo cuidado con que toma en brazos a un bebe recién nacido.
Por fortuna, nunca más volví a padecer un suceso similar. Me siento prácticamente recuperado, al punto de que en este tiempo no he tenido la necesidad de echar mano a los ejercicios del libro de Krishnamurti. A su vez, el vendedor del local viene seguido a visitarme al centro de día; ya somos buenos amigos. El personal que trabaja aquí es sumamente afectuoso y, si todo sigue en pie, pronto me darán el alta.

Mis compañeros de internación siempre bromean conmigo, y hasta me llaman cariñosamente “Canelón”. Entonces yo finjo enojarme y les contesto orgullosamente que de ser canelón, sería uno de ricota, verdura y nuez, preparado en masa de panqueque, a la bolognesa de carne picada, para ser recalentado en horno común y conservado en congelador.