Back-up de textos de Germán Navas

Espacio que utilizo para mantener a salvo todo lo que escribo: cuentos, notas periodísticas, poesías, letras de canciones, fórmulas, historietas y recetas de cocina. Seguramente sea mi espacio más íntimo en la Web, por eso te pido discreción.

miércoles, marzo 14, 2018

Tortita negra


TORTITA NEGRA

Desde sus orígenes, y a lo largo de la historia, hombres y mujeres han atribuido a los fenómenos meteorológicos causas que excedían la ciencia racional. Una colección de dioses mitológicos en la antigua Grecia, la “furia de los antepasados” que pesaba sobre las extintas comunidades mayas, y deidades como “El General Perón”, que subyacen en la Argentina del siglo XXI.
Es en este orden de ideas que, a juzgar por las condiciones climáticas que un domingo como hoy atañen a la ciudad de Morón, situaré mi relato en lo que se suele conocer como un auténtico “día peronista”. No resulta sencillo definir lo que esto significa, menos aún, si no se es peronista. A modo de aporte –y siguiendo un concepto heredado- oí una vez decir a mi abuelo durante una entrevista radial que un día peronista puede detectarse “mirando hacia arriba hasta descubrir un sol que irradia felicidad y un cielo azul que lo tiñe de esperanza”.

Y como lo es habitual, suelo celebrar esta circunstancia de la naturaleza, la política y la metafísica, yendo a comprar tortitas negras: un subtipo de facturas a base de hidratos y azúcar que a poca gente gustan y habitualmente suelen acabar sobrando. Yo las considero mis favoritas para acompañar el mate en días peronistas.
Cuando puse en marcha mi cometido, serían las 11 de la mañana y el sol ya empezaba a pegar fuerte a la altura de la nuca. Supuse que si me apresuraba un poco tendría tiempo para pasar a saludar a mi hermana, que vive muy cerca de allí.
Caminé algunas cuadras bajo la sombra del tejido de árboles de la calle Sucre, donde unos pocos rayos de sol logran filtrarse como agujas. Al doblar en Mitre, el olor de las facturas –que se potencia en las mañanas dominicales- me atrapó como un radar de proximidad. Cerré los ojos, levanté los pies, y dejé que el aroma me condujera levitando.
La panadería en la que suelo comprar, prepara las mejores tortitas negras del planeta. No exagero. Lo juro. Por la memoria del General. Son esponjosas y suaves por dentro, y guardan el grado justo de crocantez por fuera. Y lo mejor de todo es que a esa hora suelen servirlas bien calentitas.
Empujé la puerta con las dos manos y adentro habría cuatro o cinco personas. Como siempre, detrás del mostrador atendía Patricia, que es compañera y, por ende, mi panadera moronense predilecta.
En cuanto me vio entrar, le hice los deditos en ve y ella me guiñó el ojo.
Como el local no suele tener esa máquina donde se coloca una cinta de números, pregunté quién era la última persona, como para ubicarme detrás.
- La ‘siñora’ es la última –me indicó un vecino con un extraño acento italiano, mientras señalaba a una mujer pelirroja de anteojos negros.
- Perdón, señora ¿qué número tiene usted? –bromeé, como es de costumbre.
- Soy la última pero no tengo número, no hay números –respondió seriamente ante la mirada cómplice de Patricia y del resto de los clientes.
- ¿Cómo que no? Yo tengo el doce -improvisé-, así que usted debe tener el once.
De inmediato, mi vecino de acento italiano gritó: -¡Entonces tengo el diez! –y todos reímos.
Mi panadera número uno, muy tentada, le dijo a las jovencitas que atendía:
- Chicas, ¡ustedes tienen el nueve! -y colocó las dos últimas facturas que completaban la docena en una bolsa de papel.
Sí, eran tortitas negras. Como ya dije, mis favoritas. Aunque yo las pido primero, jamás para completar la docena. Pensar que tanta gente las discrimina. Realmente, no lo puedo entender, si son una delicia, nunca caen mal, no manchan el envoltorio, son dulces pero no empalagan y acompañan el mate como ninguna otra factura. Pero por algún motivo suelen ser las que se dejan para el final. Aunque, si se lo piensa bien, por algo es que las siguen preparando. Siempre digo –desde un punto de vista gramsciano- que en el bloque de góndolas, las tortitas negras representan el poder contrahegemónico de la sociedad facturil. Solamente les falta un poco más de prensa.
-¡Cuando me reencarne en factura quiero ser tortita negra, viejo! –dije en voz alta, y todos rieron una vez más. Todos, a excepción de la mujer pelirroja, que parecía estar haciendo un esfuerzo por entender la situación.
Sin nada que envidiar a un sketch de la TV argentina de los ochenta, entró al local otra vecina con su caniche en brazos. De inmediato, todos la miramos y le gritamos casi a unísono:

-¡Usted tiene el número trece! –y desde aquel momento, a cada persona que entraba se le asignaba un número, y Patricia iba llamando según el orden correspondiente. El juego llegó a un punto tal que a la propia pelirroja se la veía disfrutar, y de hecho, salió del local con una clara mueca de felicidad en sus comisuras.
-Enviudó hace unos días –me susurró Patricia. Y le sacaste una sonrisa, yo no sé cómo hacés, Germancito -reconozco que me sonrojé mucho-. Dale, decime, ¿cuántas vas a llevar? –me preguntó, dando por hecho que compraría sólo tortitas negras. Admito que muchas veces me gusta ser así de previsible.
A los pocos minutos, mientras juntaba el cambio para pagar, continuó entrando más gente que –tal como las nuevas reglas dictaminaban- recibía su “número”.

Al salir del local, giré a mis espaldas y observé a través de la enorme puerta del vidrio. Me dio la impresión de que Patricia me hacía los deditos en ve. O quizás, simplemente me pareció, y en realidad estaba indicando una cantidad o un precio. Todo se ve distorsionado entre grosor y reflejo.
Mientras regresaba, y tal como lo había previsto, me desvié dos cuadras para pasar por la casa de mi hermana, mi no-compañera predilecta. Tampoco le gustan mucho las tortitas negras. Yo la amo igual. Le quería contar sobre ese sistema de números que había inventado. Ella escuchó atentamente mi relato y no paraba de reírse. Tiene una carcajada muy contagiosa mi hermana. La imagen es algo así como la de un chino convulsionando.
Tomamos dos mates, le dejé unas facturas de ‘prepo’ y me volví bajo la misma sombra de árboles, ahora levemente desplazada por el solsticio.
Pasaron dos horas cuando sonó mi teléfono. Era mi hermana. Me resultó raro, porque ella jamás me llama, sino que suele mandarme mensajes. Se la escuchaba muy excitada:
-¡No sabés, te tengo que contar, no lo vas a poder creer! Recién fui a la misma panadería que vos a comprar un poco de pan y había un grupo de personas muy divertidas que me asignaron el número cuarenta y nueve... –le colgué el teléfono. Tenía que verlo con mis propios ojos.
Corrí a lo largo de esas cinco cuadras y, una vez dentro, fui el número cincuenta y tres. Eran cinco tipos tipos que no me conocían ni yo a ellos. Y no podían más de la risa. Me explicaron las reglas. Yo les seguí el juego. Y miré a Patricia. No hicieron falta palabras. Me sonrió y me hizo los deditos en ve. Tampoco hizo falta comprar tortitas negras esta vez.
Pucha, con qué poquito se puede cambiar el mundo.