Tortita negra
TORTITA NEGRA
Desde sus orígenes, y a lo largo de la historia, hombres
y mujeres han atribuido a los fenómenos meteorológicos causas que excedían la
ciencia racional. Una colección de dioses mitológicos en la antigua Grecia, la “furia
de los antepasados” que pesaba sobre las extintas comunidades mayas, y deidades
como “El General Perón”, que subyacen en la Argentina del siglo XXI.
Es en este orden de ideas que, a juzgar por las
condiciones climáticas que un domingo como hoy atañen a la ciudad de Morón, situaré
mi relato en lo que se suele conocer como un auténtico “día peronista”. No
resulta sencillo definir lo que esto significa, menos aún, si no se es
peronista. A modo de aporte –y siguiendo un concepto heredado- oí una vez decir
a mi abuelo durante una entrevista radial que un día peronista puede detectarse
“mirando hacia arriba hasta descubrir un
sol que irradia felicidad y un cielo azul que lo tiñe de esperanza”.
Y como lo es habitual, suelo celebrar esta circunstancia de
la naturaleza, la política y la metafísica, yendo a comprar tortitas negras: un
subtipo de facturas a base de hidratos y azúcar que a poca gente gustan y
habitualmente suelen acabar sobrando. Yo las considero mis favoritas para
acompañar el mate en días peronistas.
Cuando puse en marcha mi cometido, serían las 11 de la
mañana y el sol ya empezaba a pegar fuerte a la altura de la nuca. Supuse que
si me apresuraba un poco tendría tiempo para pasar a saludar a mi hermana, que
vive muy cerca de allí.
Caminé algunas cuadras bajo la sombra del tejido de
árboles de la calle Sucre, donde unos pocos rayos de sol logran filtrarse como
agujas. Al doblar en Mitre, el olor de las facturas –que se potencia en las
mañanas dominicales- me atrapó como un radar de proximidad. Cerré los ojos,
levanté los pies, y dejé que el aroma me condujera levitando.
La panadería en la que suelo comprar, prepara las mejores
tortitas negras del planeta. No exagero. Lo juro. Por la memoria del General.
Son esponjosas y suaves por dentro, y guardan el grado justo de crocantez por
fuera. Y lo mejor de todo es que a esa hora suelen servirlas bien calentitas.
Empujé la puerta con las dos manos y adentro habría
cuatro o cinco personas. Como siempre, detrás del mostrador atendía Patricia,
que es compañera y, por ende, mi
panadera moronense predilecta.
En cuanto me vio entrar, le hice los deditos en ve y ella
me guiñó el ojo.
Como el local no suele tener esa máquina donde se coloca
una cinta de números, pregunté quién era la última persona, como para ubicarme
detrás.
- La ‘siñora’
es la última –me indicó un vecino con un extraño acento italiano, mientras
señalaba a una mujer pelirroja de anteojos negros.
- Perdón, señora ¿qué número tiene usted? –bromeé, como es
de costumbre.
- Soy la última pero no tengo número, no hay números –respondió
seriamente ante la mirada cómplice de Patricia y del resto de los clientes.
- ¿Cómo que no? Yo tengo el doce -improvisé-, así que
usted debe tener el once.
De inmediato, mi vecino de acento italiano gritó:
-¡Entonces tengo el diez! –y todos reímos.
Mi panadera número uno, muy tentada, le dijo a las
jovencitas que atendía:
- Chicas, ¡ustedes tienen el nueve! -y colocó las dos últimas facturas que completaban la docena en una bolsa de papel.
- Chicas, ¡ustedes tienen el nueve! -y colocó las dos últimas facturas que completaban la docena en una bolsa de papel.
Sí, eran tortitas negras. Como ya dije, mis favoritas. Aunque
yo las pido primero, jamás para completar la docena. Pensar que tanta gente las
discrimina. Realmente, no lo puedo entender, si son una delicia, nunca caen
mal, no manchan el envoltorio, son dulces pero no empalagan y acompañan el mate
como ninguna otra factura. Pero por algún motivo suelen ser las que se dejan
para el final. Aunque, si se lo piensa bien, por algo es que las siguen
preparando. Siempre digo –desde un punto de vista gramsciano- que en el bloque de góndolas, las tortitas negras representan
el poder contrahegemónico de la sociedad facturil. Solamente les falta un poco
más de prensa.
-¡Cuando me reencarne en factura quiero ser tortita negra,
viejo! –dije en voz alta, y todos rieron una vez más. Todos, a excepción de la
mujer pelirroja, que parecía estar haciendo un esfuerzo por entender la
situación.
Sin nada que envidiar a un sketch de la TV argentina de
los ochenta, entró al local otra vecina con su caniche en brazos. De inmediato,
todos la miramos y le gritamos casi a unísono:
-¡Usted tiene el número trece! –y desde aquel momento, a cada persona que entraba se le asignaba un número, y Patricia iba llamando según el orden correspondiente. El juego llegó a un punto tal que a la propia pelirroja se la veía disfrutar, y de hecho, salió del local con una clara mueca de felicidad en sus comisuras.
-Enviudó hace unos días –me susurró Patricia. Y le
sacaste una sonrisa, yo no sé cómo hacés, Germancito -reconozco que me sonrojé
mucho-. Dale, decime, ¿cuántas vas a llevar? –me preguntó, dando por hecho que compraría
sólo tortitas negras. Admito que muchas veces me gusta ser así de previsible.
A los pocos minutos, mientras juntaba el cambio para
pagar, continuó entrando más gente que –tal como las nuevas reglas dictaminaban-
recibía su “número”.
Al salir del local, giré a mis espaldas y observé
a través de la enorme puerta del vidrio. Me dio la impresión de que Patricia me
hacía los deditos en ve. O quizás, simplemente me pareció, y en realidad estaba
indicando una cantidad o un precio. Todo se ve distorsionado entre grosor y reflejo.
Mientras regresaba, y tal como lo había
previsto, me desvié dos cuadras para pasar por la casa de mi hermana, mi
no-compañera predilecta. Tampoco le gustan mucho las tortitas negras. Yo la amo
igual. Le quería contar sobre ese sistema de números que había inventado. Ella escuchó
atentamente mi relato y no paraba de reírse. Tiene una carcajada muy contagiosa
mi hermana. La imagen es algo así como la de un chino convulsionando.
Tomamos dos mates, le dejé unas facturas de
‘prepo’ y me volví bajo la misma sombra de árboles, ahora levemente desplazada
por el solsticio.
Pasaron dos horas cuando sonó mi teléfono.
Era mi hermana. Me resultó raro, porque ella jamás me llama, sino que suele
mandarme mensajes. Se la escuchaba muy excitada:
-¡No sabés, te tengo que contar, no lo vas
a poder creer! Recién fui a la misma panadería que vos a comprar un poco de pan
y había un grupo de personas muy divertidas que me asignaron el número cuarenta
y nueve... –le colgué el teléfono. Tenía que verlo con mis propios ojos.
Corrí a lo largo de esas cinco cuadras y, una
vez dentro, fui el número cincuenta y tres. Eran cinco tipos tipos que no me
conocían ni yo a ellos. Y no podían más de la risa. Me explicaron las reglas. Yo
les seguí el juego. Y miré a Patricia. No hicieron falta palabras. Me sonrió y
me hizo los deditos en ve. Tampoco hizo falta comprar tortitas negras esta vez.
Pucha, con qué poquito se puede cambiar el
mundo.
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