Back-up de textos de Germán Navas

Espacio que utilizo para mantener a salvo todo lo que escribo: cuentos, notas periodísticas, poesías, letras de canciones, fórmulas, historietas y recetas de cocina. Seguramente sea mi espacio más íntimo en la Web, por eso te pido discreción.

viernes, junio 12, 2020

A mi profesor Pablo Fortuna

Creo que la primera vez que lo vi en mi vida fue tocando el saxo en el bar "El cordobés", de Castelar. Yo tendría 18 años. La segunda, con Memphis la Blusera en Pizza Banana, y la tercera soplando unos tangos con una orquesta de saxofones, en una cortadita atrás de la pizzería Noi.
Yo andaba buscando un profe para estudiar impro, y un luthier me dijo: "¿por qué no le consultás a Pablo Fortuna?"
Lo llamé, y al toque arranqué. En el par de años que compartimos me enseñó teoría musical, escalas, impro, sustitución de acordes, duetos, y algo llamado "tritonos", entre otros conceptos.
También hablábamos bastante. Él usaba la palabra 'data', como latiguillo, cuando todavía casi nadie la usaba y a mí me causaba mucha gracia. Me contaba, además, cómo era por dentro tocar en una banda de rock, y todo lo relativo a la industria de la música. Interesantísimo poder tener esas charlas porque se aprendía un montón.
"Necesito que me cubras en un casamiento" -me dijo una vez. Él estaba contratado para tocar en una recepción y le había salido una gira con la banda del Bahiano. Yo tendría que tocar una hora, me pagaban y me iba. Le pregunté si quería que compartiéramos el caché, o cómo sería el arreglo. Hubiese sido lo más lógico y esperable pactar un porcentaje para él. Pero me expresó con mucha claridad: "Si yo fuera un empresario, tuviera una oficina y me dedicara a la venta de shows para eventos, sería una cosa. Pero me dedico a hacer música y a enseñar. Lo que paguen es todo para vos".
Eso me quedó picando. El tipo me estaba formando en la ética. No le sobraba la guita y además estaba esperando una hija. Pero tenía absolutamente claras sus convicciones.
Por mi parte lo tomé, y cada vez que pude, lo repliqué con las personas a quienes yo les tenía que tercerizar laburo. Esto habrá sido hace unos 10 años.
Después de un tiempo dejé de tomar clase y no nos vimos más. Apenas una entrevista que le hice en radio cuando pasó lo de Adrián Otero.
La semana pasada lo contacté porque estoy grabando mi primer disco de canciones. Me atreví a pedirle un laburo: que tocara una línea de saxo en un tema que escribí. ¿Quién mejor que él?
Lo escuchó, me motivó -como siempre- y cuando le pedí que me lo presupueste, me dijo que -si podíamos resolver la cuestión técnica del estudio- él me lo grababa de onda.
Al igual que tiempo atrás, no era necesario, y esta vez entiendo que es indiscutiblemente su laburo. Él trabaja de músico. Sé lo que cobran los músicos profesionales y más aún los músicos de la trayectoria de Pablo. Y ni hablar en cuarentena, donde la están pasando peor que nunca, y se le deben haber caído decenas de shows.
"Es que me hacés cagar de risa en las redes sociales" -me tiró medio en broma.
Una vez más, lo ratifiqué en esa ética formadora y este nuevo gesto me llevó a recordar aquel casamiento diez años atrás, y me invita a reflexionar sobre la diferencia entre un profesor y un formador.
Hace mucho que no estudio saxo, y seguramente toda aquella 'data' se me haya olvidado. Tampoco recuerdo todas las escalas, ni los duetos, no estoy seguro de saber sustituir acordes, ni de usar bien los tritonos.
Pero hay pequeñas enseñanzas que no se olvidan nunca y nos quedan como una huella.
No sabía bien cómo retribuírselo, pero se me ocurrió que lo más justo era empezar por sentarme y escribirlo.

sábado, mayo 09, 2020

Crónica de un terremoto


Se suponía que mi paso por México iba a ser muy breve: una simple escala de un día al regreso de un intenso viaje por Canadá. Pensé en aprovecharlo al máximo saliendo a recorrer algún pueblo histórico donde pudiese entrar en contacto con la cultura azteca.
Ese mismo día, el 19 de septiembre, dejé mi valija en un hotel de la ciudad de México y partí durante la madrugada hacia un pueblo de montaña, muy pintoresco, llamado Taxco, situado a 180 km. de distancia.
Después de unas horas, una vez que el ómnibus llegó a destino, comencé a recorrer el lugar y a caminar sus animadas callecitas. Para descansar un poco, elegí un banco en una plaza.
El sismo me tomó por sorpresa, como a todo el mundo. Yo estaba leyendo una novela del periodista Sietecase, cuando súbitamente empecé a sentir un pequeño temblor en el piso. Imaginé que se trataría del arribo de algún tren –o algo por el estilo- y seguí leyendo, compenetrado en la historia que el texto me proponía. En cuestión de segundos el temblor se hizo más fuerte y vino acompañado de un sonido muy grave. Cuando levanté la vista del libro, sentí algunos gritos y pude ver cómo mucha gente corría en dirección hacia donde yo me encontraba, es decir, al corazón de la plaza. Me paré y perdí la estabilidad inmediatamente. Todo ocurrió en pocos segundos. Me desesperé. No sabía qué hacer, hacia dónde correr y tampoco entendía del todo qué estaba pasando. El piso se movía mucho y era muy difícil mantenerse en pie. Se escucharon campanazos y estruendos. Más tarde, descubriría que los campanazos se habían producido naturalmente por el temblor de las iglesias, y los estruendos por la caída de tejas y distintos materiales que impactaban sobre el piso.
Cuando el terremoto apaciguó, todos estábamos en shock. Pregunté a dos estudiantes que se encontraban al lado mío qué era lo que había sucedido. “Un sismo”, contestaron confirmando lo que presuponía. El impacto emocional había sido tan grande que no me había dejado tiempo para procesarlo, para digerir toda aquella situación.
Volví a caminar por los lugares que había visitado unos minutos atrás y muchos de ellos estaban deteriorados. No vi gente herida, pero sí desesperada, en pánico y desmayada por el susto. Como se dañaron algunas antenas, no funcionaban los celulares para hacer llamados. Me conmovió el caso particular de una madre desesperada por contactar al jardín de su hijo. Quise quedarme junto a ella por unos minutos, y recién cuando pudo hablar y asegurarse de que estaba bien, me largué a llorar.
Caminé un poco más, solo, sin rumbo fijo, intentando poder ayudar a quien necesitara una mano, pero las fuerzas de seguridad y los servicios de salud nos pedían que nos mantuviésemos alejados por riesgo de nuevos derrumbes. Muchas zonas ya habían sido cercadas. Yo tenía ganas de abrazarme con alguien, de descargar mi angustia por todo lo que estaba ocurriendo, pero no tenía con quién.
Sin detener el paso, me topé con una estatua histórica, similar al Cristo Redentor de Río de Janeiro, pero de menor escala. Allí había un cartel manuscrito que rogaba alejarse la zona. De hecho, había pequeños escombros del propio Cristo en el piso. Tres mexicanos muy amigables se me acercaron a conversar, me advirtieron de lo peligroso que era estar en ese sitio, me subieron a un auto y me ofrecieron ir con ellos a su casa. No tenía mucho que pensar, necesitaba hablar con alguien y sentarme en algún lugar medianamente seguro. En el trayecto, me enteré que el terremoto había afectado también al D.F. y a otros estados. Yo venía pensando, ingenuamente, que sólo había irrumpido en el pueblo de Taxco.
Ya en sus casas, me dieron internet y avisé a mi familia que estaba bien, también  me prepararon una pequeña provisión de comida y bebimos un poco de tequilla. No sabía cuánto tiempo tendría que quedarme en Taxco, pero al día siguiente partía mi vuelo de regreso a Buenos Aires por la mañana.
Finalmente, me acompañaron a la terminal de ómnibus donde tuve que esperar cuatro horas hasta la partida del primer servicio de regreso hacia la ciudad de México, ya que los caminos estuvieron cortados por largas horas.
Durante el trayecto en micro me encontré con lo peor: gente removiendo escombros a oscuras, pidiendo silencio, casas derrumbadas, caminos destruidos. Llegué al hotel en el que me alojaba a las 2 de la mañana. Esa noche no pude dormir por la angustia. Y al día siguiente, luego de comprar todos los periódicos matutinos que conseguí, tomé el primer vuelo a Buenos Aires.
Ahora estoy de regreso en Morón y hoy retomé mi trabajo. No me está siendo fácil volver. Estoy acá, pero aún sigo allá. Estoy acá trabajando, pero sigo en la angustia de la madre que no podía contactar a su hijo, sigo en la voz de los que gritan para ser rescatados entre los escombros, en los ancianos, en los niños, en el Cristo que se cae a pedazos.
Estoy acá, escribiendo una vez más, pero sin dejar de pensar en el milagro de que estemos vivos.

jueves, enero 16, 2020

Lucas Ghi: Crónica de un juramento

Son segundos de incomodidad. Un puñado, no más de cuatro o cinco segundos. Acabamos de cantar el himno nacional y algún protocolo indica que ya es el momento de leer la jura. El concejo deliberante se hunde en una pausa silente que nació tras el último aplauso y se extinguirá con el primer aliento de lectura de la fórmula. Daría la sensación de que algún Dios hubiere bajado repentinamente la perilla del sonido ambiente. Es entonces que en ese silencio fugaz Lucas camina unos pasos hasta el corazón del recinto donde lo espera el presidente del concejo, que hoy hará el papel de hada cuyo poder es el de convertir a las personas en intendentes. Respetuosas, las distintas fuerzas políticas, sumado a periodistas, familia e invitados, conviven en el ritual. La ausencia de sonido potencia en la atmósfera la espesura de los pensamientos. Me pregunto, precisamente, qué es lo que estará pensando él, quien después de cuatro años de neoliberalismo, volvió a ser elegido por el pueblo moronense para conducir el municipio. Me esfuerzo por compararlo en retrospectiva: anteojos y camisa -marca registrada-, más arrugas, menos peso. Empático, el de los sinónimos inagotables, el que intenta memorizar los nombres de todos y cada uno de los vecinos, pero ni se inmuta cuando pronuncian mal su apellido. El que prefiere callar a hablar sin saber, el que camina la vida sin guardaespaldas, sencillo, moderado en sus discursos aunque con una arenga que emociona. Tomo mi libreta y anoto: “Ghi es ante todo, un ser humano gentil”, y el sonido del lápiz frotando el papel se amplifica como si fuese la marcha lejana de algún tren Sarmiento. Amplío: es amable, cortés, se toma su tiempo para escuchar, y mira a los ojos cuando habla. Sus temas de conversación exceden la mera coyuntura política: también disfruta charlar y discutir sobre fútbol, historia, literatura o periodismo. Y lo que a cualquiera de nosotros nos podría llegar a tomar quince minutos como para ir de compras al supermercado del barrio, a él habrá de llevarle, tal vez, horas. Ello variará según las dosis de afecto de aquellos vecinos, y en especial vecinas, con quienes se vaya a cruzar, que lo detendrán sin más para charlar, saludarlo o pedirle de sacarse fotos. Desde una perspectiva social, Lucas es un auténtico transformador de entornos. Rara vez pasa inadvertido, y cuando se aparece en algún lugar, las personas se ponen tan contentas que pareciera crecerles orejas, cola y hocico, hasta acabar dando circulares vueltas sobre sus propios ejes. Qué estará pensando ahora, en este instante, que está a tres pasos de detenerse, de mirar de reojo a su familia, tomar el micrófono y -por tercera vez en su vida- jurar por la fórmula de la patria. Quizás por inercia, o por la incomodidad de la espera, saco mi teléfono y reviso en un micromomento sus redes sociales. Y en esa línea de tiempo digital, deslizo mi dedo hasta retroceder meses, que se vuelven años. Tal vez sea allí en donde encuentren alguna respuesta quienes suelen preguntarse desde qué lugar estuvo batallando durante este difícil período de neoliberalismo. Las fotos discurren entre establecimientos educativos, alumnos, directores, comerciantes, encuentros con diversos sectores de la comunidad y el campo de la comunicación. Sin embargo, levanto la mirada del celular y doy con la clave que descansa allí, en la primera fila del sector de invitados: Lucas aún no sabe que vendrá un día en que ese pibe de cinco años que lo mira con cara de fastidio por tener que estar en una aburrida ceremonia de ‘grandes’ un día lo abrazará fuerte y le dirá al oído: “gracias, papá, por el esfuerzo de haber estado todo ese tiempo ahí para nosotros”. No sé qué estará pensando este joven intendente electo, ya a punto de asumir. Mientras abraza el micrófono con sus dedos el orador se dirige a él, y una plaza llena lo espera afuera, a la que rápidamente concurrirá palmeado en la espalda por decenas de personas, como un auténtico boxeador de injusticias corriendo hacia un escenario con forma de ring, desde donde será genuinamente ovacionado por un pueblo fundido en un grito de esperanza. El mismo pueblo que -una vez que pronuncie su discurso- no escatimará en esperar, aún con la piel de gallina, aún con lágrimas en los ojos, el tiempo necesario hasta poder tocarlo, abrazarlo, uno por uno, como si recorriera todos los supermercados de Morón a la vez, hasta quedar fagocitado en un vasto hormiguero de cariño y pegote. La verdad, no, no sé qué piensa Ghi ahora, no sé y ya ni quiero saberlo, porque mientras soy yo el que piensa en todo esto, sin parar de secarme los ojos, escucho su voz, que dice “Sí, juro”. Bienvenido a tu casa, Lucas. Acá te estábamos esperando.

domingo, septiembre 22, 2019

Jamás pude terminar mis relaciones todo lo mal que hubiese querido

Jamás pude terminar mis relaciones todo lo mal que hubiese querido Nunca una cuerda de guitarra rota, o restos un jarrón estallado por el piso Nunca un saxo hecho chatarra, o un ¡soltá ese disco, que es mío! Nunca un fiscal que entra y se quita el sombrero Ni un te odio desgraciado de mierda y andá a hacete coger por una jauría de perros Nunca, pero nunca, un hasta nunca Por el contrario, siempre lo mismo El abrazo entre lágrimas repasando momentos compartidos Y veámonos pronto, hablemos, que fuiste muy importante para mí Desearía ser frío, cruel, malvado, miserable, canalla, déspota, Ser un prisionero de guerra Un fantasma en la niebla Tu peor pesadilla Pero no me sale nada de eso Otra vez te fuiste de mi vida Otra vez quisiera que estés acá para poder abrazarte oso.

lunes, septiembre 02, 2019

Tolkien

Cuando cumplí 13 años mi madrina me regaló mi primer libro. 'El Hobbit', se llamaba, y a partir de ahí me iniciaría en la lectura. Hasta entonces yo sólo leía revistas e historietas: ya había dejado atrás Billiken, Anteojito y Patoruzú para centrarme en 'El Gráfico', porque me gustaba mucho el fútbol y quería ser periodista, como mi abuelo. Pero aquel libro de Tolkien provocaría un auténtico giro literario en la vida que yo mismo estaba protagonizando. 'El señor de los anillos' fue su irremediable sucesor. Leía adonde sea que fuere, siempre llevaba la novela conmigo. Tolkien había creado un universo mitológico propio, y no hay nada más fascinante que las personas que crean universos propios. En 1995 no conocía mucha gente que leyera a Tolkien, pero cuando llegó la internet descubrí la existencia de la ATA (Asociación Tolkiendili Argentina) y me hice miembro. El referente -y moderador del grupo- se llamaba Juan Pablo y vivía en Villa Gesell, donde tenía un bar llamado 'El viejo hobbit'. Una vez mi papá me llevó ahí a verlo y él se sorprendió por mi corta edad. -Sabés... ¡quieren hacer una película! -me dijo, y nos reíamos porque pensábamos que eso era imposible. Tolkien fue una etapa, un momento en mi vida que alguna vez se encapsuló para abrir lugar a otros autores. Pero sobre todas las cosas fue mi llave al mundo de las letras. Hace dos años me tocó vivir un episodio muy fuerte, que nunca voy a olvidar: sobreviví a uno de los terremotos más devastadores de la historia de México. Yo -sin quererlo- estaba en el lugar más seguro de todos. Leía una novela, sentado en un banco, en el medio de la plaza, mientras alrededor la ciudad se desmoronaba. -A vos te salvó la lectura -me dijo mi mamá cuando supo que yo estaba bien. Hoy vine a Oxford para recorrer las huellas de John Ronald Reuel. Viajé solo, al igual que Frodo Baggins por Orodruin, aunque me permití comenzar por el final: abracé a su tumba, lloré mucho y le agradecí por estar vivo.

domingo, octubre 28, 2018

Sarajevo, la tierra de los muertos - (fragmento)


Cada domingo por la mañana, Zlata sale en pantuflas a regar el frente de su casa. Esa pequeña superficie rectangular que veinticinco años atrás fuera un jardín repleto de plantas, ahora está recubierta por oscuras lápidas de piedra. Enterrados, descansan los restos de su marido, cuñado, y tres de sus cuatro hijos, todos acribillados durante la guerra de Bosnia. Más a la derecha, una pala de madera reposa sobre una pared que exhibe cicatrices de cuatro o cinco orificios de bala. Me pregunto si será la misma pala con la que Zlata cavó esas tumbas en aquel frío diciembre de 1993, cuando ya no quedaba lugar físico en ningún cementerio de Sarajevo.

A medida que el agua cae a chorros lentamente desde su regadera oxidada, la mujer susurra en voz baja palabras incomprensibles. Quién sabe, anhela que sus muertos broten, renazcan y le sean devueltos.
La escena, propia de un género que combina el terror con el surrealismo, se completa cuando Zlata, sin dejar de inclinar la regadera, levanta su cabeza y me sonríe. Entonces siento que la muerte me respira en la nuca, erizándome la piel.
-Dobar dan, žena –la saludo con pésima pronunciación, no por falta de estudio del idioma, sino a raíz del nudo asfixiante que mantiene endurecidas cada una de mis cuerdas vocales.

martes, julio 31, 2018

El hombre oscuro


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El hombre oscuro camina inmutable a mi acecho. Rumea pasos amenazantes que se van hundiendo en la depresión de la noche. Es tarde, hace frío, es la hora del hombre oscuro. A medida que avanza de frente a mí, su silueta se vuelve más enorme y su piel más umbrosa. Tic tac. La calle inhóspita, viene a mi encuentro, avanza como una torre negra en un tablero de ajedrez. Tic tac. El eco de su pisada reverberante sella los latidos de mi cuenta regresiva. Tic tac.
Toco disimuladamente mi billetera. Repaso cuánto dinero llevo. Intento recordar si traje los documentos conmigo. Ya no hay tiempo para llamar a la policía. Eso podría enfurecerlo, y no hay cosa peor que un hombre oscuro furioso. Tic tac. De nada serviría intentar escapar: los hombres oscuros suelen ser más rápidos que uno.
Comienzo a morder su sombra amplificada, el encuentro es inminente. Tic tac. Entregado, aguardo su jaque mate. Puede llevarse mis pertenencias, pero que no me haga daño. Tic tac. Tengo una hija, señor. Una hija, una esposa y un perro. Tic tac.
Ya enfrentados, alcanzo a distinguir sus facciones: rostro temeroso, mirada esquiva. Un sonido imperceptible se produce por el rechinar de sus dientes. Tic tac. Y eludiéndome, cruza precipitadamente de vereda y echa a correr.
Me quedo detenido y lo último que consigo es reparar en sus piernas, tic tac, que tiemblan de espanto. Tiemblan, despavoridas, huyendo de la amenaza de ese hombre oscuro que yo soy.