Back-up de textos de Germán Navas

Espacio que utilizo para mantener a salvo todo lo que escribo: cuentos, notas periodísticas, poesías, letras de canciones, fórmulas, historietas y recetas de cocina. Seguramente sea mi espacio más íntimo en la Web, por eso te pido discreción.

miércoles, octubre 22, 2008

El hombre de mis sueños

Hay quienes sostienen que el contenido de nuestros sueños se ve afectado directamente por la estación del año. Y que existen momentos, especialmente en los cambios de estación, en los que su repercusión logra una entidad tal que, en consecuencia, podrían generarse alteraciones en el desarrollo de nuestra vida cotidiana...” –rezaba un vago recuadro gris inserto en la página siete de la revista mensual de ciencia: “Verdades nunca antes contadas”.
Lejos de interesarme el artículo y abatida por el sueño y el cansancio, dejé caer la revista al piso, apagué el velador y me eché a dormir. En aquel entonces promediaban los tiempos en que las calvas copas de los árboles y el urgente vuelo de las distintas especies de aves vaticinaban la inminente llegada del frío invernal.
El amanecer me recibió transmitiéndome una sensación inquietante: era como si mis ojos, nariz, boca, y todas mis extremidades hubiesen permanecido vendados por meses, o peor, por años. Estaba plenamente convencida de haber tenido un sueño perturbador, sólo que no recordaba exactamente en qué consistía. Mi garganta me imploraba líquido urgente, por lo que corrí a la cocina a servirme un vaso frío de leche descremada.
Como por acto reflejo, sin pensar, me vestí para salir al trabajo y mientras acomodaba mi pollera a cuadros algunas imágenes difusas comenzaron a golpear la puerta de mi inconsciente pidiendo permiso para salir a flote. Fue entonces que creí recordar algunos momentos del sueño: me hallaba perdida en el cruce de dos enormes y emergentes calles que daban nacimiento a cuatro imponentes esquinas perfectamente enfrentadas, diría enemistadas, por donde decenas de peatones transitaban silenciosamente y en forma rectilínea, cruzándose sin siquiera tocarse unos con los otros.
La cabeza comenzaba a dolerme, quise tomar otro sorbo de leche para calmar el aturdimiento interno que me corroía lentamente el cerebro y cada una de mis neuronas, pero me desilusioné al descubrir que el vaso se encontraba vacío de contenido. Vacío a través del cual aprecié cuan deforme y fantasmagórica se veía mi cocina a través del fondo vidrioso del vaso, y de inmediato recordé algunas otras imágenes del sueño: detrás de todo el tumulto de gente se encontraba parado en una de las esquinas un hombre sumamente apuesto, de generosa estatura, con un fino bigote, sombrero y un impecable traje de color gris. Éramos los únicos allí detenidos en un lugar fijo, pues los peatones seguían caminando con rapidez y cruzándose unos con los otros. El caballero me miraba inmutablemente con la intención de querer decirme algo, pero yo tenía la sensación de portar un aspecto físico demasiado desalineado que contrastaba con su descomunal atractivo. Y si bien anhelaba profundamente cruzar la carretera e ir a su encuentro, el miedo de verme rechazada tras advertir mi desprolijidad y deterioro estético me lo impedía.

Durante el transcurso de la mañana, ya en el trabajo, no pude dejar de pensar en el posible significado del sueño. Cada detalle me abría un nuevo interrogante, y a su vez, todo ello me mantenía sumamente obsesionada ¿Quién sería aquel galán? ¿A quién representaba? ¿Sería alguien conocido, del mundo real, de carne y hueso, o sería un completo producto de mi imaginación? ¿Por qué no pude tomar coraje y cruzar? ¿Qué era lo que en el fondo me avergonzaba? A las diez y media llegué a una primera conclusión: era evidente que desde mi última rotura sentimental, un año atrás, Cupido me no se acordaba de mí. Y como consecuencia de ello, mi autoestima se veía apaleada con la misma fuerza con que en invierno las fuertes mareas suelen sacudir a los rocosos acantilados marplatenses, causándoles una lenta y paulatina erosión. Fue así, entonces, como me sentí: golpeada y erosionada.
La ansiedad me ganaba y las jaquecas me amordazaban, por lo que sentí no quedarme librada otra opción que tomar mi cartera, juntar mis elementos personales y retirarme sin aviso del trabajo.
Inmediatamente detuve el primer taxi que vi y le ordené que conduciera en dirección al consultorio de Beatriz, mi psiquiatra, con quien me encontraba llevando adelante un tratamiento de frecuencia semanal. Gracias a Dios, o si se quiere, a algún elemento cósmico, o a lo que uno esté dispuesto a agradecer, mi psiquiatra había recibido un llamado de un paciente suyo cancelando el turno, lo que me posibilitó ser atendida a pesar de no haber llegado el día de la semana prefijado para mi consulta. Una vez recostada sobre el diván, pude escupir todo lo que me había tocado vivir en las últimas horas.
La sesión duró casi cincuenta minutos. Como era esperable, volvimos a trabajar sobre mi problema de baja autoestima: si yo no me situaba a gusto conmigo misma, ¿por qué los demás habrían de encontrarlo así? Anoté varias frases sueltas que podrían servirme de ayuda en mi libreta, sin duda, debía poner en marcha algún plan para verme bien y empezar a quererme cada día un poco más.
Al momento de irme tomé coraje y rogué a Beatriz que me subiera la medicación, pues la dosis de fármacos que venía tomando me resultaba harto insuficiente. Así, a fuerza de insistencia, logré obtener una nueva receta de las mismas píldoras, pero en lugar de ser de 300, pasaron a revestir 500 mg.
Al regresar a casa recordé una frase que había leído en el texto de recuadro antes de dormirme la noche anterior, e intenté sin éxito encontrar la revista “Verdades nunca antes contadas”. Revisé la mesita de luz varias veces, pero no hubo caso, no estaba en ninguna parte. Resultaba imposible que alguien la hubiese tomado, pues durante los últimos diez años viví sola y desde mi último fracaso amoroso, nadie más que yo pisaba mi departamento. No tenía amigas, y los lazos que en algún momento me ataban a ciertos individuos de mi familia se encontraban en su totalidad desanudados.
Tal como era habitual cada día al caer el sol, me vi amenazada por el sueño. Las pastillas comenzaban a surtir efecto sobre mi organismo, por lo que aquella noche deseché cualquier plan de cenar. Recordé todo lo conversado con Beatriz y abrí la libreta sobre la que había tomado nota. Antes de acostarme me detuve frente al espejo, perfumé mi piel, me hice un buen peinado, me maquillé y coloqué en mi cabeza una hermosa hebilla de flores. Luego entré a mi habitación, me desmoroné sobre la cama dejándome llevar por las ineludibles garras y los tentadores aromas de Morfeo.
Fue entonces que viajé velozmente hacia aquellas cuatro enormes esquinas donde tal como lo esperaba, me aguardaba al otro lado de la calle aquel tan buen mozo, pero esta vez, portando un ramo de rosas bajo su brazo. Yo estaba perfumada, peinada, maquillada y con la hebilla floral en la cabeza. Él cruzó la calle sin apartar su mirada de la mía, me tendió su mano y me invitó a caminar. Sorpresivamente, aparecimos en una antigua terminal de micros y paseamos por sus corredores. El lugar estaba repleto de viajeros, familias, obreros, pero ninguno de ellos recababa nuestra atención. Nos detuvimos frente a la plataforma 12, cuando el altoparlante prorrumpió un anuncio en un idioma inentendible. Comprendí entonces que el hombre debía marcharse. Jamás hubo despedida, sin embargo, al retirarse lentamente, pude advertir que en lugar del ramo de flores, aquel caballero guardaba bajo su brazo la revista “Verdades nunca antes contadas” que yo había estado buscando.
Al despertar, corrió en mí la sensación de seguir oyendo aquel altoparlante, sólo que las palabras se iban clarificando al punto de entender perfectamente qué estaba anunciando. Creí entender que se trataba de noticias sobre la actualidad del país, deportes y espectáculos. A los pocos minutos me despabilé, dirigí mi mirada al despertador y apagué la radio, aclarando con ello mi confusión matutina.
Volví a padecer la misma sensación que el día anterior: ojos, boca y extremidades vendadas, confusión, jaquecas, garganta seca, por lo que no dudé en avisar telefónicamente a la empresa que no iría a trabajar. Por fortuna, no me formularon demasiadas preguntas. «Quién eres, apuesto galán» -pensé. Sin dudas, el encuentro y la aparición en la terminal significaban un importante avance. «Como sea, he de conquistarte». Sólo necesitaba un plan.
Un ápice de lucidez se desprendió de alguna de mis neuronas y me envió un cable a tierra al recordar que mi prima Marita, con quien había perdido todo contacto hacía aproximadamente un año, estudiaba violín. Ello era todo lo que necesitaba, al menos hasta el momento: el instrumento.
- Qué sorpresa, vos por acá… -me recibió su marido Oscar, a quien nunca soporté.
- Hola Oscar, ¿está Marita?
- No, pero está por venir, ¿querés pasar?
- Bueno, si no es molestia…
Fueron los diez minutos más largos de mi vida. Necesitaba el instrumento y estaba dispuesta a asumir el sacrificio de sociabilizar con Oscar, si ello fuera necesario.
- ¿Y cómo anda Marita con eso de las clases de violín? ¿Sigue…? –anhelé que no se diera cuenta el alto grado de interés que tenía.
- Sí, está muy contenta. Ya la llamaron para integrar la banda del Conservatorio…
La puerta de la calle se abrió y entró mi queridísima, predilecta y nunca bien ponderada prima Marita. Su aspecto era muy cuidado, como siempre, sólo que tenía el pelo un poco más corto y usaba tacos, algo inusual para mujeres de su altura.
Conversamos acerca de frivolidades hasta el punto que la situación se me hizo insostenible y no pude ocultar más mis profundas intenciones:
- Necesito que me prestes tu violín por una noche.
- ¿El violín? ¿Por qué? ¿Estás estudiando?
- No… –no supe que responder. Me comprometí a conseguir un violín para una producción de fotografías que vamos a llevar a cabo con mis compañeros –fue lo primero que me vino a la cabeza.
- No sabía que estudiabas fotografía.
- Estoy haciendo un taller, pero es muy importante. Te lo pido por favor. Además, hay un compañero que me interesa mucho y quiero poder quedar bien. –mentí. Mañana te lo traigo de vuelta.
- Bueno, en verdad tengo que repasar unas lecciones que me dio el director de la banda, porque no sé si sabías que…
- Estás en la banda del conservatorio, me lo dijo tu marido. Gracias. Mañana te lo estoy devolviendo.
- Mirá, no tengo problema en dártelo, pero te pediría que por favor lo cuides mucho…
- Quedate tranquila: unas fotos y nada más –interrumpí.

Aquella noche dormí muy abrazada al violín mientras aguardaba un nuevo encuentro con… ¿cómo se llamaba el hombre de mis sueños? Era algo que debía preguntarle urgente. Necesitaba saberlo. Entonces cerré los ojos para ver. Y lo que vi me dejó absorta de perplejidad: el horizonte de aquel cielo abierto daba lugar al nacimiento de increíbles figuras de árboles, que al contrastar con el rosado atardecer sobre el río no conformaban sino una obra maestra de la pintura y la fotografía. El viento anunciaba la inminente llegada de un antiguo carruaje. Yo aguardaba ansiosa, sentada sobre los pastizales. Cuando quise darme cuenta, él ya estaba a unos pocos metros de distancia respecto de mí. Al descender de su carro a caballos, mi pretendiente volvió a cogerme del brazo y me señaló un camino con su dedo índice. Caminamos durante largos minutos por la orilla, percibiendo el aroma de las flores y el golpeteo del cálido viento en nuestros rostros. Sentí que era el momento oportuno para desenfundar el instrumento, y le dediqué entonces una romántica e inolvidable serenata. Me emocionó ver caer lágrimas de sus ojos al escucharme acariciar el arco del violín sobre cada una de las sensibles cuerdas. Cuando concluí mi concierto de amor, él me miró como siempre, fijamente a los ojos, y por primera vez habló. Su voz era dulce como jalea de miel, y lo que dijo acabó por derretirme: «Te amo».
Mi corazón latía como nunca, una sensación de luz inundó mi cuerpo, me sentía plena, feliz, maravillada. Lo único que atiné a decirle fue: «¿Cuál es tu nombre?», entonces sin contestarme, se marchó en silencio. Y yo me quedé entregada a sus pies.

El teléfono sonó y al atender reconocí la voz de mi compañera de trabajo Julieta, la única persona de la empresa con quien tenía cierto grado de confianza:
- Acá están hablando muchas cosas sobre vos, creo que piensan echarte. ¿Vas a venir?
Observé el reloj y caí a cuenta de que me había quedado dormida. La radio se encontraba encendida y yo no la había escuchado. Evidentemente, la nueva dosis de medicación estaba produciéndome trastornos somníferos que hasta el momento no había padecido.
- Mirá, sigo sin mejorar. Voy a tener que ir al médico nuevamente. Mañana probablemente me reincorpore si me siento mejor –contesté despreocupada.

Lo único que quería era pasar más horas con el hombre de mis sueños, saber más de él, de su vida, sus gustos, su nombre, pero para llegar a todo aquello debía recuperar las ganas de dormir. Casi sin pensarlo, tomé la tableta de píldoras y comencé a injerir algunas de ellas, en dosis aún más altas de las permitidas.
Antes de dormirme nuevamente, a más de arreglarme y maquillarme para la ocasión, tomé una oscura caja de habanos que me había obsequiado el padre de mi ex novio al volver de su viaje por Cuba y me dejé llevar por el sueño y el efecto de los fármacos. Entonces él apareció repentinamente a mi lado, metido dentro de mi cama, lo que me causó cierto pudor. Traté de dominar la situación y no desmayarme. Él me contuvo, me acarició, sonrió, y desenvolvió un antiguo encendedor a mecha que conservaba en su bolsillo. Inmediatamente nos dispusimos a compartir unas deliciosas fumatas. Jugábamos con el humo formando en el aire diversas figuras, tales como corazones, flechas, flores, estrellas, carruajes, y las cosas más hermosas que se me hubiesen ocurrido jamás. Aquel día me besó por primera vez. Su saliva tenía sabor a tabaco, lo cual lejos de causarme asco, me excitaba terriblemente. Me di cuenta de que estaba enamorada. Lo miré fijamente a los ojos y, una vez más, volví a preguntarle su nombre. Entonces el galán de traje gris se marchó, pidiendo permiso, por la puerta de salida de mi departamento.

Desperté sin saber exactamente qué día y hora eran, ni dónde me encontraba. Miré el reloj, que marcaba las 17:50 horas y permanecí hasta las 18:20 en un estado de confusión, y también enamoramiento, tan enigmático como fascinante a la vez. Sentí olor a tabaco quemado en mis sábanas; fue entonces cuando descubrí dos colillas de habanos recientemente saboreados, esparcidas por mi cama. En un principio me alarmé, pues ello no podía estarme sucediendo, pero pude hallar la serenidad y rápidamente decidí encarar esta nueva relación lo más sanamente posible, por lo que tomé unos artículos de limpieza y enjuagué la cama. Nunca sabía cuándo el caballero podría volver a visitarme. Me quedé despierta la mayor parte de la noche, pergeñando un próximo plan.

Al día siguiente concurrí al trabajo. No me desperté como consecuencia de la alarma sino del relojito interno con el que programé mi mente para que me levantara a las siete. Lo cierto era que lejos de importarme el hecho de retomar mis tareas laborales, la verdadera razón por la que volvía a la oficina radicaba en la necesidad de conseguir con urgencia una máquina de escribir. Y precisamente, en la empresa, teníamos varios equipos Olivetti en desuso debido a la reciente implementación del sistema informático. Aguardé a que todos mis compañeros se marcharan y les hice creer que me quedaría trabajando durante algunas horas extras, como para compensar mis horas de ausencia. En cuanto tuve la oportunidad, me cercioré de estar completamente sola y me marché en un taxi con la máquina de escribir a cuestas.
Por tercera noche consecutiva, me envolví en la cama sin probar un bocado de nada. No tenía hambre, a excepción –por supuesto- de mis fármacos. Introduje varias pastillas juntas en la boca y me abracé a la máquina de escribir. Todo tenía que salir a la perfección, tal como lo había planeado.
Fue aquella la noche en que hicimos el amor por primera vez. Ocurrió en un prado, al aire libre, sobre una montaña. El simple roce de su piel sobre la mía me bastó para darme cuenta de que él era el hombre de mi vida. Aproveché aquella oportunidad para entregarle, mecanografiados, los poemas más hermosos que pude haberle escrito. Me permití leérselos uno por uno, y él asentía, miraba el cielo, arrancaba pétalos de margaritas y a menudo lagrimeaba. Le pregunté por última vez cuál era su nombre, y como las veces anteriores, se colocó su sombrero, me proporcionó un sutil ademán de despedida, dejándome con la sensación de necesitar volver a verlo urgente.

El incesante cantar de los pájaros interrumpió mi sueño aquella mañana. No tenía idea qué hora sería, pero tampoco me importaba demasiado: había decidido abandonar mi empleo de una vez por todas. Y también mis sesiones con el psiquiatra. Ya no necesitaba ni a uno ni a otro. Ahora me convertiría en una mujer libre. Libre para hacer lo que se me antojase. No terminaba de alegrarme por la decisión que había tomado, cuando encontré junto a la máquina de escribir que guardaba conmigo dentro de la cama una nota mecanografiada sobre un papel amarillento, cuyo contenido me produjo un desmayo: “RAMÓN ACHÁBAL”.
Me fui desvaneciendo lentamente, pero él, como no podía ser de otro modo, me rescató del estado de sofocamiento en el que me encontraba. Así las cosas, me abanicó, me acarició la cara con sus suaves manos y me acercó un vaso de leche con tres o cuatro píldoras más.
- Gracias, Ramón. –me atreví por primera vez a llamarlo por su nombre.

A partir de aquel episodio, Ramón se quedó a vivir en mi casa, perdón, en nuestra casa. Cada vez tomé más y más pastillas para pasar la mayor cantidad de tiempo a su lado. Fuimos muy felices desde entonces, y casi sin darme cuenta, llegó el día en que lo presenté a mi familia. Pensándolo bien, quizás esto último haya sido un error, pues papá y mamá jamás pudieron aceptarlo, al punto de obligarme a dejar la casa donde yo vivía, la cual a juzgar por el título de propiedad y por la escritura, pertenecía lisa y llanamente a mi madre. Por fortuna, siempre conté con el apoyo incondicional de Ramón, quien jamás se apartó de mi lado. Terminé, dolorosamente, cortando vínculos con todo el mundo y acabé dedicándome tan solo a encontrar la felicidad junto a él.
Recuerdo cuando me ofreció matrimonio, en lo alto de una de las torres de un castillo medieval. ¡Qué radiante me encuentro a su lado! O cuando me invitó a recorrer Europa volando sobre un globo aerostático. ¡Cuánta felicidad desborda de mi alma!

Ya llevamos un año y ocho meses de casados y, por estos días, estamos esperando una dulce criatura. En caso de que sea varón, pienso llamarlo Ramón Achábal, como el padre. Y si fuera niña: “Elisa”, como yo.
Debo agregar que alcancé la suerte de no necesitar dormir más para verlo, como lo era en un principio. Y tampoco tengo que ocuparme de tomar mis píldoras, pues me las proporciona directamente Freddy.
Cada día, mi marido me envía flores por medio de alguno de los enfermeros o celadores, entonces no puedo dejar de sonrojarme al darme cuenta que soy la envidia de todas las internas.
- Mire lo que le mandó hoy su marido, Doña Elisa: ¡otra vez flores…! Pero primero, se toma la pastillita. Aquí tiene, abra grande la boca.
- Mmmm… Gracias, son hermosas estas rosas, Freddy, aunque preferiría que me las guarde usted personalmente, ¿puede ser?
- Desde luego, Elisa, como siempre…

Hoy se cumplen trece años de mi llegada al hospital psiquiátrico. En minutos se va a brindar un té para todos en mi homenaje. Aquí paso mis días, mis horas y estoy segura que permaneceré el resto de mi vida. Si bien nadie ha venido a visitarme en el último tiempo –a excepción de mi prima Marita- me siento realmente cómoda pues me tratan con mucho cariño, y con total seguridad me atrevo a afirmar que no podría pedir más nada a Dios, desde que el hombre de mis sueños se hizo realidad.