Cada vez está más difícil salir a comprar
canelones
La lluvia dominical fue la excusa perfecta para invitar a algunos de mis
amigos a almorzar unos ricos canelones en casa de mi madre. Había pasado mucho
tiempo desde la última vez que nos habíamos visto y ya comenzaba a extrañarlos.
Luego de obtener –con éxito y en tiempo récord- cada una de las confirmaciones,
me dirigí caminando con cierta prisa hacia el local de pastas frescas donde
habitualmente suelo comprar. Dado que quedaba poco tiempo antes de que mis
camaradas llegaran, decidí hacer lo más rápido posible.
Una vez dentro del negocio, corrí hacia el mostrador y pegué mi cuerpo a
la parte frontal, inclinando el torso bien hacia adelante. Miré con obstinada
fijación a los ojos del vendedor, que se encontraba pesando en la balanza algún
producto que jamás llegué a observar con nitidez, pues mis pupilas no se
desprendieron en ningún momento de las propias del empleado. Mientras aguardaba
con ansias poder llamar su atención, recordé unos ejercicios de autocontrol que
había extraído de un antiguo libro de Krishnamurti, referidos al manejo de la energía
ocular y su proyección en el espacio. No pude evitar emocionarme cuando, tras haber
puesto en práctica la técnica al pie de la letra, los ojos del joven y los míos
se detuvieron perfectamente enfrentados. Es más, hasta juraría haber percibido
una recta línea punteada que atravesaba el espacio comprendido entre nuestros
iris.
Sin embargo, a un año de transcurrido aquel episodio, comienzo a creer
que el motivo que realmente atrajo la mirada del muchacho fue, sencillamente,
su curiosidad por la ejecución del ejercicio de Krishnamurti, consistente en
abrir los ojos, levantar las cejas, colocar cada índice dentro de un oído y enrollar
el labio superior para dejar entrever las encías.
No alcancé a pronunciar siquiera una sílaba cuando el vendedor –sin
romper la línea punteada que nos unía- señaló ágilmente en dirección a un rojizo
artefacto similar a un pacman, amarrado al piso mediante una barra de metal, ubicado
a mis espaldas. Al darme vuelta pude arribar a dos conclusiones: la primera,
que había que sacar número; la segunda, que unas quince personas se encontraban
detrás de mí dispuestas a impedirme furiosamente que me propasase intentando
ser atendido antes que ellos. Imaginé que mis amigos ya estarían en camino y comencé
a experimentar una suerte de exaltamiento interior.
Ya con el rostro colorado a causa del rubor, obtuve mi número, como todo
el mundo. En rigor de verdad, al tironear con tanto nerviosismo me quedé con
ocho unidades contiguas -en lugar de una- y escogí, lógicamente, el menor
cardinal: el cuarenta y cuatro.
Durante los siguientes veinticinco minutos –que parecieron horas-
reflexioné acerca de lo fatal que resultaría que, de llegar mis amigos antes
que yo, fueran atendidos por mi madre, pues reconozco que jamás conocí en el
mundo persona más hostil e inhospitalaria que ella. Una intensa sensación de
nauseas iba invadiendo lentamente cada uno de mis órganos vitales.
Cuando la paciencia me colmó y tomé la decisión de retirarme del lugar
con las manos vacías y ejecutar algún “plan B”, caí en la cuenta de que
solamente faltaba un número para mi turno. Valía la pena esperar un poco más;
ya casi estaba. La persona que se ubicaba delante de mí era una pequeñita anciana
que se tomó todo el tiempo del mundo para decidir qué iba a llevar, y para
colmo, el empleado la consentía en sus inquietudes con una tranquilidad
inusitada. La señora quiso saber el precio de cada uno de los productos
ubicados en las góndolas, incluso haciéndole repetir algunos de ellos más de
una vez. Sin duda, lo que más me llenó de cólera fue el hecho de que aquella
vieja de porquería terminó comprando, tan solo, un puñado de ñoquis. Llegué al
punto de agradecerle a Dios el no haberme brindado la posibilidad de conocer a
mis abuelas.
-
¡Cuarenta y cuatro! -al pronunciar el vendedor mi número, lo introduje yo mismo
en el pequeño pinche plateado ubicado sobre el mostrador, intentando con dicho
ademán revelarle cierto apuro de mi parte. Sin dejarle hablar, me adelanté a
pedir:
- Cuatro porciones de canelones, por favor.
- ¿Qué tipo de canelones quiere llevar?
-
Los comunes… los de siempre –exhibí con ello cierta muestra de antipatía.
- Claro, pero sepa que hay canelones de verdura y pollo, de verdura y ricota,
de ricota y nuez, de ricota, jamón y nuez, o puede hacer las combinaciones que
usted desee respecto de todos esos gustos –expuso muy sonrientemente, casi en
forma de canto.
Comencé a vacilar. Intenté recordar, sin éxito, cuáles había llevado la
última vez. Le exigí que me repitiera qué gustos había en disponibilidad.
-
Tenemos canelones de verdura y pollo, de verdura y ricota, de ricota y nuez, de
ricota, jamón y nuez, o también puede hacer las combinaciones que usted desee
respecto de todos esos gustos –el vendedor dejó escapar de su rostro una
exagerada mueca de amabilidad.
-
Bueno, deme… de ricota, verdura y nuez –respondí sin pensar lo que estaba
pidiendo.
-
¿Cómo los quiere: en masa de canelón o en masa de panqueque? –retrucó, el muy simpático.
-
¿Cuáles son los normales, lo que la
gente pide habitualmente? –ya no podía disimular mi fastidio.
-
La gente pide de las dos formas. Ambos son riquíiiisimos –el empleado se frotó
estúpidamente la panza con su mano derecha.
-
¡Qué sé yo, deme los de masa de panqueque! –rebatí con premura, alzando
sensiblemente el tono de mi voz.
-
¿Con qué salsa se lo preparo? Tenemos…
-
¡Bolognesa! –interrumpí con brutalidad, sin importar ganarme la mirada
displicente del resto de la clientela.
-
¿Bolognesa de carne picada o de pollo?
¿Qué me estaba preguntando? Para mí la salsa bolognesa había sido
siempre de carne picada. En ese momento pude sentir cómo una tortuosa gota de
sudor recorría lentamente mi espalda para introducirse, por fin, entre las
nalgas.
-
¡De carne picada! –grité enfurecido, golpeando con mi puño el mostrador y esforzándome
por hacer oídos sordos a los groseros comentarios de los parroquianos allí
presentes.
-
¿Los quiere para recalentar en horno común o en un microondas?
No podía hacer memoria suficiente como para recordar si mi madre tenía o
no un microondas. Pensé cuál había sido el último regalo que le había hecho mi
padre para su cumpleaños, pero no. No era un microondas, sino una cafetera. Para
colmo, a causa del apuro me había olvidado el teléfono celular, como para
llamarla y preguntárselo a ella directamente. Tal como podía anticiparse, el
volcán entró en erupción.
- ¡¡¡Horno
común!!! –rompí en lágrimas y proseguí sollozando con la mayor de mis energías,
al tiempo que un hilo de baba colgaba desde mis comisuras.
- ¿Piensa
conservar los canelones en freezer o congelador?
-
Pero, ¿cuál es la puta diferencia entre freezer y congelador? –vociferé parado
sobre el mostrador -sin dejar de gimotear- dirigiéndome ya no al empleado, sino
a los presentes que espectaban la escena, conmovidos.
Me invadieron fuertes temblores,
sentí un ahogo que no me dejaba respirar y comencé a brotarme. Las
palpitaciones alcanzaron un ritmo de semicorcheas y mi vello capilar comenzó a
desprenderse y caer por su propio peso.
Debo aclarar, a doce meses de aquella contingencia, que mis psiquiatras afirmaron
haberse tratado de un verdadero “estado de shock” –en el mejor de los casos- o
bien, de un “ataque de pánico con transtornos psicótico-paranoides”.
Habiendo observado mi alrededor nublado y algo difuso, acabé desvaneciéndome
por completo hasta caer de boca al piso, y quedé empapado a causa del profundo charco
de lágrimas y baba. Una vez en sueños, pude distinguir nuevamente el insufrible
rostro del empleado, quien seguía disparando preguntas, sin dejar de esbozar –siempre-
la misma mueca jocosa: “¿Los canelones van a ser servidos en una mesa redonda o
en una cuadrada? ¿Bajo techo o al aire libre? ¿Los va a cortar con tenedor o
con cuchara? ¿Va a utilizar anteojos durante su almuerzo? ¿Cuál es su perfume
favorito? ¿Aceptaría comprar un tiempo compartido?”
- ¡Su
pedido está listo, señor! –distinguí cada palabra cargada de un eco lejano,
como proveniente de una caberna.
Entonces recobré la conciencia y, sin dejarme ayudar, me reincorporé
tomándome del mostrador. Arrojé un billete de cincuenta pesos húmedo y arrugado,
y me hice de los canelones, apretándolos con toda mi fuerza entre brazos y
pecho. Sin pedir permiso a la veintena de personas que me rodeaba, escapé del
lugar sin reparar en que la lluvia ya se había graduado a la categoría de diluvio.
Desde aquel episodio en el local de
pastas, nunca más regresé a mi casa ni a la de mi madre. Los canelones –fieles aliados- me han
acompañado por mucho tiempo a todos los lugares que visitaba, y me supieron
escuchar y aconsejar. Antes de ser atendido por los médicos, solía dejarlos
escondidos bajo la alfombra de la sala de espera, y cuando la sesión concluía,
los recojía nuevamente con el mismo cuidado con que toma en brazos a un bebe
recién nacido.
Por fortuna, nunca más volví a padecer un suceso similar. Me siento prácticamente
recuperado, al punto de que en este tiempo no he tenido la necesidad de echar
mano a los ejercicios del libro de Krishnamurti. A su vez, el vendedor del
local viene seguido a visitarme al centro de día; ya somos buenos amigos. El
personal que trabaja aquí es sumamente afectuoso y, si todo sigue en pie,
pronto me darán el alta.
Mis compañeros de internación siempre bromean conmigo, y hasta me llaman
cariñosamente “Canelón”. Entonces yo finjo enojarme y les contesto orgullosamente
que de ser canelón, sería uno de ricota, verdura y nuez, preparado en masa de
panqueque, a la bolognesa de carne picada, para ser recalentado en horno común
y conservado en congelador.