Durante alguna fría mañana de junio de 1993, Julio Cornetta extravió su D.N.I. en la plataforma número dos de la estación de Once. Desde aquel entonces toma diariamente el mismo tren, en idéntico andén, con el único propósito de recorrer los diferentes vagones indagando a cada uno de los pasajeros acerca del paradero de su desdichado instrumento identificatorio.
Poco se sabe de la vida del Sr. Cornetta. No obstante ello, es importante señalar que durante el transcurso de los años sembró importantes afectos entre los usuarios de aquel servicio de transporte, desde trabajadores, universitarios, policías, vendedores ambulantes, guardas, hasta los propios ebrios viajantes del furgón, convirtiéndose así, en un personaje muy querido por todos.
Cierta vez, mientras me dirigía a la facultad, tuve la oportunidad de conversar con Julio respecto del fin último de su incipiente búsqueda, y logró revelarme que en rigor de verdad, su pérdida mayor no radicaba en el documento mismo –al que no le atribuía mayor valor que el de “un trozo de papel acartonado”, sino que lo que más lo inquietaba era la foto que solía guardar en la parte posterior de aquél, entre la última hoja y la tapa trasera.
Nadie supo jamás en qué pudo haber consistido el contenido de aquella misteriosa foto hasta el día de ayer, en que me lo confesó, librándose por siempre de su condenatoria pesquisa.
Y ahora, quien lo busca incesantemente, recorriendo vagones e indagando pasajeros, soy yo.