Se
suponía que mi paso por México iba a ser muy breve: una simple escala de un día
al regreso de un intenso viaje por Canadá. Pensé en aprovecharlo al máximo saliendo
a recorrer algún pueblo histórico donde pudiese entrar en contacto con la
cultura azteca.
Ese
mismo día, el 19 de septiembre, dejé mi valija en un hotel de la ciudad de
México y partí durante la madrugada hacia un pueblo de montaña, muy pintoresco,
llamado Taxco, situado a 180 km. de distancia.
Después
de unas horas, una vez que el ómnibus llegó a destino, comencé a recorrer el
lugar y a caminar sus animadas callecitas. Para descansar un poco, elegí un
banco en una plaza.
El
sismo me tomó por sorpresa, como a todo el mundo. Yo estaba leyendo una novela
del periodista Sietecase, cuando súbitamente empecé a sentir un pequeño temblor
en el piso. Imaginé que se trataría del arribo de algún tren –o algo por el
estilo- y seguí leyendo, compenetrado en la historia que el texto me proponía.
En cuestión de segundos el temblor se hizo más fuerte y vino acompañado de un
sonido muy grave. Cuando levanté la vista del libro, sentí algunos gritos y pude
ver cómo mucha gente corría en dirección hacia donde yo me encontraba, es
decir, al corazón de la plaza. Me paré y perdí la estabilidad inmediatamente. Todo
ocurrió en pocos segundos. Me desesperé. No sabía qué hacer, hacia dónde correr
y tampoco entendía del todo qué estaba pasando. El piso se movía mucho y era
muy difícil mantenerse en pie. Se escucharon campanazos y estruendos. Más
tarde, descubriría que los campanazos se habían producido naturalmente por el temblor
de las iglesias, y los estruendos por la caída de tejas y distintos materiales
que impactaban sobre el piso.
Cuando
el terremoto apaciguó, todos estábamos en shock. Pregunté a dos estudiantes que
se encontraban al lado mío qué era lo que había sucedido. “Un sismo”,
contestaron confirmando lo que presuponía. El impacto emocional había sido tan
grande que no me había dejado tiempo para procesarlo, para digerir toda aquella
situación.
Volví
a caminar por los lugares que había visitado unos minutos atrás y muchos de
ellos estaban deteriorados. No vi gente herida, pero sí desesperada, en pánico
y desmayada por el susto. Como se dañaron algunas antenas, no funcionaban los
celulares para hacer llamados. Me conmovió el caso particular de una madre
desesperada por contactar al jardín de su hijo. Quise quedarme junto a ella por
unos minutos, y recién cuando pudo hablar y asegurarse de que estaba bien, me largué
a llorar.
Caminé
un poco más, solo, sin rumbo fijo, intentando poder ayudar a quien necesitara
una mano, pero las fuerzas de seguridad y los servicios de salud nos pedían que
nos mantuviésemos alejados por riesgo de nuevos derrumbes. Muchas zonas ya
habían sido cercadas. Yo tenía ganas de abrazarme con alguien, de descargar mi
angustia por todo lo que estaba ocurriendo, pero no tenía con quién.
Sin
detener el paso, me topé con una estatua histórica, similar al Cristo Redentor
de Río de Janeiro, pero de menor escala. Allí había un cartel manuscrito que
rogaba alejarse la zona. De hecho, había pequeños escombros del propio Cristo
en el piso. Tres mexicanos muy amigables se me acercaron a conversar, me
advirtieron de lo peligroso que era estar en ese sitio, me subieron a un auto y
me ofrecieron ir con ellos a su casa. No tenía mucho que pensar, necesitaba
hablar con alguien y sentarme en algún lugar medianamente seguro. En el
trayecto, me enteré que el terremoto había afectado también al D.F. y a otros
estados. Yo venía pensando, ingenuamente, que sólo había irrumpido en el pueblo
de Taxco.
Ya
en sus casas, me dieron internet y avisé a mi familia que estaba bien, también me prepararon una pequeña provisión de comida
y bebimos un poco de tequilla. No sabía cuánto tiempo tendría que quedarme en
Taxco, pero al día siguiente partía mi vuelo de regreso a Buenos Aires por la
mañana.
Finalmente,
me acompañaron a la terminal de ómnibus donde tuve que esperar cuatro horas
hasta la partida del primer servicio de regreso hacia la ciudad de México, ya
que los caminos estuvieron cortados por largas horas.
Durante
el trayecto en micro me encontré con lo peor: gente removiendo escombros a
oscuras, pidiendo silencio, casas derrumbadas, caminos destruidos. Llegué al
hotel en el que me alojaba a las 2 de la mañana. Esa noche no pude dormir por
la angustia. Y al día siguiente, luego de comprar todos los periódicos
matutinos que conseguí, tomé el primer vuelo a Buenos Aires.
Ahora
estoy de regreso en Morón y hoy retomé mi trabajo. No me está siendo fácil
volver. Estoy acá, pero aún sigo allá. Estoy acá trabajando, pero sigo en la
angustia de la madre que no podía contactar a su hijo, sigo en la voz de los
que gritan para ser rescatados entre los escombros, en los ancianos, en los
niños, en el Cristo que se cae a pedazos.
Estoy
acá, escribiendo una vez más, pero sin dejar de pensar en el milagro de que
estemos vivos.