LUCIANA
- La niña emite sonidos espasmódicos cada vez se acuesta a dormir -me comenta su padre Roberto ante mi pregunta.
Anoche se escuchaba desde mi habitación, como a diez metros de distancia, y yo no podía dormirme. Su familia generó una especie de anticuerpo donde ya nadie se perturba. Dudo si voy a poder acostumbrarme a convivir tantos días con ese nivel sufrimiento constante.
- No es exactamente es sufrimiento, es estrés -me aclara Roberto con su acento mexicano. Las personas con este nivel de autismo suelen estresarse. Mira, te voy a confesar algo, sé que suena fuerte, pero realmente siento como si ella estuviera mitad viva y mitad muerta.
Me quedo paralizado, esbozando teorías acerca de cómo compensa cada integrante de la familia ese desorden. ¿A qué se aferra cada uno? ¿Qué es lo que equilibra la pareja? ¿Tendrán amantes? ¿Y su otro hijo cómo se sentirá? ¿Le pesará? ¿Alguien hará terapia en esa familia?
- ¿Y le dicen "Lu"? -pregunto tímidamente, descomprimiendo la situación, mientras observo por la ventanilla un barrio de Londres que no reconozco.
- No, no, Luciana -responde secote.
- Luciana... qué lindo nombre... -ya me dirijo a la niña a través del espejo retrovisor.
Roberto dobla en una calle estrecha y aminora la velocidad. Me dice que siente que Luciana tiene conmigo una conexión, que confía en mí y puede relajar, que soy una persona especial.
- Bueno, quizás también soy autista -digo y me arrepiento en el instante. Roberto no me contesta y se produce un silencio incómodo. Quiero cambiar de tema urgentemente pero no encuentro palabras. Luciana, olfateando la situación, asume el protagonismo desde el baúl del auto, donde viaja arrodillada. Empieza a jadear, a emitir sonidos guturales.
- Es que nunca suelo doblar en esta calle, y lo nuevo la estresa. Todo lo que no forme parte de sus rutinas la estresa, pero ahorita tenemos que pasar por la feria de verduras -los gritos desde el baúl se vuelven cada vez más fuertes.
Instintivamente, la miro por el retrovisor y enfrento mis manos como si fueran títeres. En realidad, mis manos vienen a ser las cabezas de un par de títeres invisibles. Improviso un diálogo entre dos personajes imaginarios. Luciana no me mira, pero deja de jadear y se calla.
- Tienes un aura, Germán, ya te lo he dicho -me dice su papá frenando el vehículo. Observo por la ventanilla cómo Roberto abre el baúl, toma a la niña por el brazo y la obliga a entrar en un mercado de frutas y verduras.
Una vez que los pierdo de vista, saco mi teléfono de la mochila y con la mano temblorosa le escribo a Belén: "Necesitaría hablar con Memi un ratito, le quiero enseñar un títere nuevo, ¿podemos hacer videollamada?"
El mensaje nunca sale porque la señal es bastante mala. Tampoco salen los siguientes.
"Mitad viva y mitad muerta" -me quedo con esa frase en la cabeza, mientras la veo salir del mercado, con su cuerpo esquelético y un tomate en su diminuta mano. Atrás viene Roberto con una bolsa de repleta tomates, y otra con algo parecido al cilantro. Sube al coche, señala la segunda bolsa y, guiñándome el ojo, me dice: "Esto es para los taquitos...", y arranca.
Mientras tomamos el camino a casa, miro a través del retrovisor a Luciana, que se asoma desde el baúl, e intento iniciar una nueva función de títeres de mano, pero esta vez la voz me sale toda carrasposa.