Sarajevo, la tierra de los muertos - (fragmento)
Cada domingo por la mañana, Zlata sale en pantuflas a regar el frente de su casa. Esa pequeña superficie rectangular que veinticinco años atrás fuera un jardín repleto de plantas, ahora está recubierta por oscuras lápidas de piedra. Enterrados, descansan los restos de su marido, cuñado, y tres de sus cuatro hijos, todos acribillados durante la guerra de Bosnia. Más a la derecha, una pala de madera reposa sobre una pared que exhibe cicatrices de cuatro o cinco orificios de bala. Me pregunto si será la misma pala con la que Zlata cavó esas tumbas en aquel frío diciembre de 1993, cuando ya no quedaba lugar físico en ningún cementerio de Sarajevo.
A
medida que el agua cae a chorros lentamente desde su regadera oxidada, la mujer
susurra en voz baja palabras incomprensibles. Quién sabe, anhela que sus
muertos broten, renazcan y le sean devueltos.
La
escena, propia de un género que combina el terror con el surrealismo, se
completa cuando Zlata, sin dejar de inclinar la regadera, levanta su cabeza y
me sonríe. Entonces siento que la muerte me respira en la nuca, erizándome la
piel.
-Dobar dan, žena –la saludo con pésima
pronunciación, no por falta de estudio del idioma, sino a raíz del nudo
asfixiante que mantiene endurecidas cada una de mis cuerdas vocales.