"Happy ending" Thai massage
Tailandia, la perla del sudeste
asiático. Millones de turistas la visitan anualmente en procura de conocer una cultura
completamente distinta a la propia. En procura de conocer sus misteriosas
costumbres, recorrer sus templos budistas, sus exóticas playas, sus
extravagantes comidas. Pero sin lugar a duda, una de las experiencias autóctonas
que más llena de placer a los extranjeros es el auténtico masaje tailandés: una técnica milenaria que se transmite de
generación en generación desde hace dos mil quinientos años, y que consiste en
equilibrar todas las tensiones del cuerpo y redistribuirlas por medio de
distintos estiramientos y flexiones musculares, con fundamento en algunas
cuestiones espirituales, filosóficas y hasta religiosas, sobre las que no
quisiera explayarme porque los aburriría. Lo cierto es que todas las ciudades
de la región se encuentran cubiertas de carteles con la leyenda “Thai massage”,
anunciando la presencia de un centro de masajes.
Bueno, hasta aquí, les conté lo
mismo que relatan todos los libritos de viaje. Basta de pelotudeces. En
realidad quiero llegar a otra cuestión, mucho más íntima, que me sucedió.
Venía experimentando el “Thai
massage” como un excelente método para elongar la espalda y combatir mi hernia
de disco lumbar que si bien no me producía dolor, necesitaba mantener bajo
control, no sea cosa que me arruinara la luna de miel.
Llevábamos ya dos semanas
recorriendo la región, y para aquel entonces nos habríamos dado, calculo que
unos cuatro o cinco masajes en distintos lugares, con diferentes terapeutas.
Siempre nos tocaron mujeres, sonrientes, serviciales, claro, hasta el momento
en que se te suben a la espalda y caminan por encima tuyo estrujándote todos
los huesos, y haciéndote sonar todas las articulaciones de un modo que parecés
un “piano humano”. Sea como sea, cada
vez que entraba a una sala de masajes me sentía y Renault 12 descascarado, y al
salir, una Ferrari radiante. No sé cómo hacen, pero les juro que es así.
Otra cosa interesante para
mencionar es que en cada ocasión en que entrábamos a un local de masaje, nos
venían llevando a una sala donde simultáneamente nos atendían junto a Belén en
dos camillas separadas, pero contiguas, de modo que podíamos vernos uno al otro
y generar un sinfín de guiños cómplices propios de códigos de la pareja.
Tampoco me quiero explayar sobre eso, sino sobre lo que me pasó en la ciudad de
Chiang Mai, al norte de Tailandia.
De noche, mientras caminábamos
por un inmenso mercado de artesanías (serían las 22 hs., aproximadamente), le
sugerí a Belén que mientras ella iba recorriendo todos los elegantes puestitos de
venta de souvenirs, yo entraría a darme un masaje. No se opuso. Todos felices.
Quedamos en encontrarnos a las 23 hs. -es decir, una hora más tarde- en la
puerta del lugar.
Ahí nomás, entro feliz a la casa
de masajes y me atiende un muchacho, servicial al extremo, como todos en
Tailandia. Nunca una cara de orto. Les juro, me pasé toda la vacación buscando
al “tailandés con cara de orto” y no lo encontré. Pero ese también es otro
tema.
La cosa es que el tipo me saluda
con un gesto y yo me luzco con mi mejor tailandés:
- Sawadee Kràp.
- Oh, sir, how’re you? –me
contesta, y yo me replanteo por enésima vez en el viaje para qué carajo me maté
estudiando el idioma.
Me señala que lo siga por la sala
principal donde estaban todas las mujeres haciendo elongar a sus pacientes,
pero para mi sorpresa, seguimos de largo y comenzamos a subir una escalera.
Primer piso (había un par de habitaciones privadas, cuyas puertas estaban
cerradas). Segundo piso (ahí me pregunté… ¿a dónde me está llevando?). Tercer
–y último- piso: una única y silenciosa habitación, aislada de todo.
Primero me parecía raro que sea
un hombre quien me conduciera a lo
largo del local, segundo, que me llevara a un lugar tan aislado del resto. Algo
olía mal y no eran mis huevos (de los que hablaré más adelante). Cuando me
pidió con señas que me desvista, toda mi curiosidad se transformó en pánico.
Comencé a tensionarme, pero eso no es lo que más me preocupaba, porque se
suponía que iban a masajearme. Instantáneamente, el hombre me dio una especie
de toalla con una cinturón para taparme un poco y se retiró pidiéndome que
espere en la camilla.
Un recuerdo reciente produzco un
cambio repentino sobre mi percepción de las cosas. Unos días atrás, había
conocido en las playas de Phi Phi Island a unos argentinos que me contaron que
en un local de masajes los llevaron a un lugar “privado”, los masajearon, y al
final de todo… las tailandesas les ofrecieron un “happy ending” (fonéticamente japi ending, ¿se entiende, ¿no?), por
supuesto, con un recargo económico, que ellos aceptaron y disfrutaron hasta el éxtasis.
Y ahí entendí todo: me vieron
llegar solo, me vieron joven, me vieron desenvuelto, y pensé: “Ahora me mandan a la más puta de todas las
masajistas tailandesas, que después de estrujarme todos los huesos me va a
ofrecer un happy ending”.
Me reí para mis adentros, me puse
colorado. Imaginaba cómo sería la tailandesa y cómo le explicaría que yo en
realidad estaba de luna de miel, y que mi mujer estaba en un mercado, y una
sarta de cosas que a ella nada le importarían, y entonces se lanzaría sobre mi
humanidad hasta despojarme de todos mis principios morales. Al margen de lo que
sucediera, la situación ya de por sí era completamente excitante. Algo en mí
comenzaba a erguirse y a dar signos de vida. ¡Qué vergüenza! Invoqué –en vano- pensamientos
desagradables para estimular un retroceso. Ahí es cuando escuché unos pasos que
se dirigían hacia la habitación. Eran pasos delicados, como susurros. Las tailandesas susurran pisadas, pensé,
y me volví a reír.
La puerta se abrió con lentitud,
al tiempo que el mundo y mi humanidad se fueron cayendo en ruinas. Contemplé
cuidadosamente a la persona que estaba frente a mí, me froté los ojos. No
estaba errado. Era él, el mismo muchacho que me había hecho entrar, también vestido
para la ocasión. Cuando cerró la puerta, quedando ambos en la silenciosa sala,
como Adán y Eva en el paraíso, y se derrumbaron mis últimas fantasías sobre la
teoría del happy ending. Dudé de su masculinidad, bueno, en realidad uno puede
dudar de la sexualidad de todos los tailandeses: ¿por qué son tan exageradamente amables? ¿Eh? ¿No hay
un límite que sobrepasan y hacen que los veamos con otros ojos? Este tipo no
era la excepción, y encima me miraba y no me decía nada. Los segundos parecían
horas. La pesadilla apenas comenzaba: mi miembro no terminaba de recuperar su
posición de descanso, y pensé: “va a creer que todo esto me está excitando y se
me va a venir encima”.
Las manos y el rostro me sudaban
de a litros. Pensé en buscar algún plan de escapatoria, intenté recorrer con mi
mirada la habitación, y me detuve en uno de esos gatitos chinos de la fortuna,
que saludan con el brazo, bueno, este gato me miraba regodeante a los ojos, con
cara de perversidad, en augurio de lo que llegaría. Aquél gato inició mi camino
a la resignación. Camino que profundizó su sinuosidad cuando el muchacho me
pidió que me recueste en forma horizontal, boca arriba, con los brazos a los
costados del cuerpo, y se subió sobre mis piernas.
Me metí mi ateísmo bien en el orto
y le recé a todos los santos habidos y por haber. En aquel instante de ahogo,
empezó a enterrar con lentitud sus pulgares en mis muslos, bajando hacia la
altura de rodillas, y volviendo –en dirección contraria- otra vez hacia los
muslos, pero esta vez llegando un poco más alto. Esa rutina la repitió varias
veces, hasta que sus manos ya estaban prácticamente rozando mi zona erógena
cada vez que subía por los muslos. Yo estaba petrificado, como un boxeador
tendido sobre el ring luego de un “knock-out”. La posibilidad de que me rozara
los huevos era inminente. Ante el primer contacto (ya les digo, fue una caricia
testicular ínfima), saqué fuerzas de donde no las tenía, levanté mis brazos con
desahogo, y con las manos me agarré fuerte de las pelotas, como los jugadores
de fútbol cuando arman una barrera ante un tiro libre. El masajista se alteró
también, se alejó de la camilla y sentenció ambiguamente:
- It´s O.K.
¿Qué? ¿”It´s OK”? ¿Qué es lo que
quería decirme con “It’s O.K.”? ¿Qué es lo que “está bien”? Cientos de teorías
fluían como rayos a través de mis pensamientos: ¿Querrá decirme que “está
bien”, que no me va a tocar el pito? ¿O que “todo está bien”, que me relaje,
que él seguiría? ¿Habrá querido decirme que sabe que yo me di cuenta de sus
oscuras intenciones? Mi cabeza daba vueltas como un ventilador, el gato burlón
me miraba regocijado, cada vez más satisfecho. Las paredes de la habitación se
hacían cada vez más estrechas.
El tailandés supo leer mi
incomodidad, y me pidió que cambie de postura, entonces me dio vuelta boca
abajo. Chau, pensé. Es su venganza por haberme tapado los
huevos, rompí las reglas. Estoy en el horno.
Decidí dejar de pensar y no pude
hacerlo (al día siguiente tenía una clase de meditación que me vendría bien)
pero al menos pude desviar mi pensamiento para otra dirección: todo este estado
de nerviosismo me había provocado muchas ganas de soltar un pedo. Y me dije: “La única persona que me toca los huevos y
frente a la que me tiro pedos libremente es Belén. Por carácter transitivo, si
este muchacho me toca los huevos, no hay nada de malo en que suelte un gas
frente a él”. Qué estupidez tan grande. Me juzgué con los peores argumentos
y pensé por qué razón tendría que crear una teoría mental para justificar
soltar un pedo, o lo que es peor: ¿por qué tengo que crear una teoría para
todo?
Sin embargo, nuevamente deseché
la posibilidad del pedo en el instante en que comenzó a hacer unas tomas como
de karate, o algo así, detrás de mí, utilizando los brazos y piernas para
elongarme. Ahí mostró su gran potencial. Lo tomé como una nueva advertencia,
como un: “ni se te ocurra cagarte porque
te descuartizo como Tupac Amaru”.
Como última opción, elegí el
mejor camino que creí posible: me entregué al masaje. Y empecé a disfrutarlo.
Empecé lentamente a sentir cómo todo en mí se iba estirando (hablo sin doble
sentido, no me malinterpreten), cómo se aliviaban mis tensiones, se relajaban
mis articulaciones, y creí quedarme dormido.
Al despertar, vi al muchacho
reclinado a un costado de la camilla, en posición de reverencia. Yo me sentía
renovado. Entendí la situación: él ya había terminado el masaje (no podría
precisar hace cuánto tiempo), y no quería quitarme el sueño, entonces se quedó
aguardando a que abriera los ojos según mis instintivos designios.
Lo miré y pensé: “Qué buen tipo que resultó ser este tailandés”,
pero en seguida recordé el modo en que lo había prejuzgado, y que después de
todo él jamás me faltó el respeto, sino por el contrario, me había dado
probablemente el mejor masaje recibido hasta el momento.
¡Qué injusto que había sido con
el muchacho! ¡Qué lejos que estoy de llegar a comprender su cultura, sus
raíces, su idiosincrasia! Ahí nomás, teoricé sobre lo contaminado que está el
pensamiento occidental en relación a la mentalidad oriental, y también teoricé
sobre otras cuestiones por el estilo.
Cuando miré el reloj, vi que
habían pasado casi dos horas desde que había llegado a la sala de masajes, y
que Belén seguramente estaría abajo desesperada buscándome, o preguntando por
mí, sin saber nada del idioma tailandés. Imaginé, pobre, a mi mujer
describiéndome con señas, dibujándome con la ayuda de un perito perteneciente
al cuerpo de la policía científica tailandesa.
Me apuré, saqué la plata de la
billetera dispuesto a pagarle. Pero agarré de más. Agarré de más, primero por
el tiempo extra que el masajista se quedó al lado mío esperando a que me
despertase, segundo, como una suerte de indemnización por los inmerecidos
pensamientos sobre los que lo hice responsable. Y entonces intenté elaborar una
nueva teoría acerca de por qué muchas veces en la sociedad occidental tendemos
a lavar nuestras culpas con dinero, pero no. Ya basta de teorías. Ya habían
sido demasiadas en lo que iba del día.