Hábito ocular
Era hora de que acudieras a mí. Confieso que desde hace varios años aguardaba el momento en que tu inquietud saliera a flote. Es una buena señal. Es un signo de crecimiento, porque que ya estás grande y eres todo un hombrecillo. Y siempre soñé que tú vendrías a preguntármelo, y entonces yo te invitaría un licuado de durazno con galletas de jengibre, las del envoltorio amarillo, y sólo así te contaría mi historia.
Noto que esta situación no dista sino en detalles respecto del plano imaginario que he creado. Por esa razón, te he preparado el licuado, y también he visitado la tienda y comprado las galletas. No encontré las del envoltorio amarillo, sino las de envase plateado, mas considero que te gustarán lo mismo. Si no fuera así, puedes decírmelo que jamás me enfadaría.
Vamos, siéntate y charlemos. No quisiera que luego de esta conversación guardemos sensaciones internas de vacío o cualquier tipo de resquemor, pues estoy dispuesto a contarte toda la verdad. Todo aquello que quieras saber. Y luego no tendré más nada que ocultarte y podré quitarme este terrible peso que desde hace años me atormenta.
Afuera hay guerra, puede sentirse en el aire nauseabundo, en los sufridos rostros de los ciudadanos y también en el vuelo estrepitoso de los pájaros. Los alemanes ya invadieron Cracovia y en cualquier momento vendrán hacia aquí. Será mejor comenzar de una vez, para llegar pronto al final del relato. Si lo peor sucediera, desearía que fuese luego de nuestra charla, sólo entonces, ya con mi conciencia libre podría abandonar este mundo, preso de su propia esclavitud.
Puedo intuir que aún piensas que parezco un monstruo, en cuyo caso, tendrías razón, no voy a negártelo. La gente me trata como trataría a un verdadero monstruo desde que ocurrió mi desgracia. Sin temor a soportar cualquier humillación debo reconocerte que bien me he acostumbrado a mi aspecto.
Me alegra que hayas sido tan directo al preguntármelo. Eres un joven que no titubea al dirigirse a sus mayores, y eso te convierte en una persona muy segura de sí. Te diré algo: sé paciente y bebe un poco más de tu licuado, así llegaremos a buen puerto.
No sé bien por dónde comenzar, déjame pensarlo. Sabes bien que a tu edad, yo era una persona igual que tú. Nadie me ha regalado nada y todo que he conseguido en estos años ha sido netamente fruto de mi esfuerzo. Era muy emprendedor y me las rebuscaba saliendo a la calle a buscarme la vida. Alguna vez te he mencionado, que entre otras cosas trabajé felizmente en criadero de pájaros, atendí cantinas en el muelle de Gdynia, conduje taxímetros, y hasta tuve la chance de cocinar en algunos restaurantes –de los económicos-, hasta que, como sabes, encontré mi veta trabajando en una compañía aseguradora de Varsovia, en la cual mi crecimiento laboral fue tan grande, que al tiempo me convertí en el director de la empresa. Siempre respondí en forma más que satisfactoria a los requerimientos de la firma, y sobre todas las cosas, siempre brindé mucho más de lo que se me pidió, lo que me significó un crecimiento económico notable. Fue así como marqué una brecha muy pronunciada con el resto de mi familia. Me convertí de pronto en el salvador de tres generaciones, ya que el trabajo no sólo me ofrecía una renta para mantenerme a mí mismo, sino también a mis padres y abuelos.
Quizás hayas sentido oír alguna vez que al tiempo de dirigir la empresa con un éxito rotundo, me ofrecieron participar como principal accionista de una compañía automotriz inglesa que se radicaría en el país, cuestión que me brindó más retribuciones económicas que las que jamás había imaginado. Constantemente se me abrían puertas, y cuando pensaba que había tocado el techo, allí aparecía una nueva y mejor oferta que me proporcionaba el mercado. Hasta aquí, supongo que te estoy contando lo sabido por todos. No quisiera que creas que estoy eludiendo tu pregunta, sólo que debo contextualizar mi relato, para que entiendas mejor a dónde quiero llegar.
Retomando, te decía que en aquel entonces vivía con nosotros un tío mío llamado Iván. La casa que habitábamos no era el viejo y descascarado rancho de Breslavia en el que nos habíamos criado, sino un chalet de dos plantas que yo mismo había comprado para todos en las afueras.
En el altillo vivía Iván, hermano de mi madre, el tío sabio de la familia, el que siempre tenía la verdad sobre cómo funcionaba el mundo, y quien constantemente atribuía una explicación a todo fenómeno existente. Sin embargo, jamás había triunfado en los negocios, en la salud, ni en el amor. Nunca entendí por qué alguien que lo sabe todo, termina por abrazar el fracaso, pero ese era justamente el caso del tío Iván.
No tengas vergüenza en comer tus galletas mientras hablo, después de todo, aún tengo mucho por explayarme, el relato apenas está comenzando. Te decía, entonces, que durante una tarde de mucho calor, yo me encontraba en mi cuarto ordenando unas libretas de una de las compañías que dirigía, cuando me percaté de la presencia de mi tío sentado junto a mí, quien me observaba detenidamente. Apenas cruzamos nuestras miradas, me dijo –y lo recuerdo como si hubiera sido ayer-: “Yo ya sé cuál es tu secreto”. Lógicamente, se refería al secreto de mi éxito, o al menos eso había entendido. “¿Y cuál es mi secreto?”- curioseé. Y allí nomás lo supe: “El secreto está en tu mirada. Sabes mirar a los ojos de un modo tan profundo que llegas al corazón de la gente, traspasas las superficiales fronteras que componen retina, pupila, iris y córnea, y la energía continúa su camino fluyendo por diferentes cavidades, laringe, esófago, distribuyéndose por la caja torácica hasta depositarse en el órgano de mayor vitalidad. Tienes el don de mirar”.
No obstante lo escueto de aquella charla, quedé meditabundo durante varios días redundando acerca de la revelación que me había traído Iván. Nunca nadie me había dicho algo así. Fui masticando la premisa con el correr de las semanas, hasta que decidí concentrarme en aquello a lo que mi tío hacía referencia, y fue así como comencé a mirar a los ojos con absoluta conciencia de estar haciéndolo. Y de veras, que aquella fórmula daba resultado. Tal vez, si alguna vez pudiese escribir acerca de mi tragedia, diría que aquél fue el principio del fin.
Lo cierto es que mirando a los ojos podía obtener lo que quisiera. No tenía que mostrarme compasivo, desafiante, ni forzar el semblante de algún modo en particular, sino por el contrario, clavaba mi mirada en la de mi interlocutor, procurando que aquella energía intangible comenzara su paulatino recorrido hasta acabar por envolver el corazón. Yo, que hasta el momento me consideraba un ser apenas carismático, caí a cuenta de que mi nuevo atributo podía llegar muy lejos.
Como contrapartida, la portación de aquel don generó en mí una enorme responsabilidad que aún no estaba dispuesto, o no estaba preparado, para asumir. Tú eres una persona inteligente y a diferencia de los demás, me podrás comprender sin juzgarme. Ya he recibido el peor castigo y he pagado por mis actos, pero no quisiera adelantarme más a los hechos.
Te decía que la tentación muchas veces domina nuestra voluntad, aún en desmedro de la razón. ¿Cómo evitar servirme de mi virtud para alcanzar extremos impúdicos, inapropiados o ilícitos?
Nunca supe con exactitud cómo se fueron dando las cosas, perdí todo control sobre mi don, y ya era tarde cuando quise dar marcha atrás. Déjame ser más concreto: entenderás que abusé de la confianza de muchos, a quienes defraudé. También hice y deshice relaciones humanas a mi antojo, como el vínculo con tu madre y tus hermanos. Amasé una fortuna descomunal, y no tardé en obtener poder político, convirtiéndome en una figura popular, como bien sabes. Dirigí gran parte de la política internacional, no solamente de Polonia, sino de toda la región oriental. Llegué más lejos de lo que jamás había pensado. Al tiempo entramos en guerra y envié a combatir a mucha gente, y a morir a otro tanto mayor. Terminé por convertirme en un tirano, para muchos, y en un líder, para otros. Acaricié el cielo con las manos, obtuve la gloria, el frenesí, saboreé el éxtasis y también la falsa premisa de tenerlo todo. Y cuando uno cree que se tiene todo, no se tiene nada. Eso me lo dijo mi tío Iván, a quien yo seguía respetando como a nadie, ya en su último año de vida.
No había persona que pudiera sostener una conversación conmigo de igual a igual sin caer arrodillado a mis pies. De pronto me encontré viviendo sin incentivo, sin un motivo por el cual pelear. Lentamente comencé a refugiarme en la oscuridad. Pasaba horas enteras encerrado en mi cuarto, totalmente a oscuras. Allí mi pecho se contraía, mi mirada se perdía entre la sombría confusión de la habitación, mis brazos y piernas se enfriaban y mi rostro comenzaba a sudar junto con mi pecho. Cada movimiento corporal me resultaba hartamente pesado, y así no tardé en desembocar en una profunda crisis que terminó por hundirme en una brutal depresión. Si bien continuaba con vitalidad, podía sentir cómo cada molécula de mi cuerpo se despojaba de ella.
Lentamente me iba mimetizando con la persona de mi tío, quien por su parte, hacía tiempo atravesaba una enfermedad terminal. Cada vez que lo miraba a los ojos sentía cómo su vida se iba despedazando. Me esforzaba por cargarlo de ánimo, de optimismo, de vida, a través de mi mirada, mas mi atributo secreto no surtía efecto cuando intentaba ponerlo en práctica con él. Hoy, que veo las cosas de otra manera, puedo concluir que en rigor, Iván sentía más lástima por mí que la que yo sentía por él. ¿Es que tú también sientes lástima por mí? Aún no me lo contestes.
La sabiduría de mi tío me llevó a la convicción –y a la esperanza- de que si abandonaba mi “hábito ocular” –por ponerle algún rótulo- él iría mejorando paulatinamente. ¿Sería posible llevar a cabo tamaña proeza? Fue entonces, con mucho esfuerzo, cuando dejé por sentado mi gran juramento: no volvería a utilizar la mirada como ademán persuasivo. Y se lo aseguré, precisamente, mirándolo a los ojos.
A partir de mi promesa, abandoné la función pública, como primera medida. Los días que entraron fueron realmente extraños, intentaba no penetrar en la mirada de los demás para evitar caer en el rol subordinador. Pero me sentía incompleto, algo así como ajeno a mí mismo, y no podía reconocerme. Sin embargo, me llenaba constantemente de mentira y tenía la convicción de que iba por buen camino, y que alcanzaba la libertad, pero pronto, llegó sin quererlo el momento en que me traicioné, y también traicioné a Iván, rompiendo así mi promesa. No tiene mucho sentido que te cuente cómo llegué a infringir mi palabra, pues dilataría demasiado mi narración de los hechos. Tan solo ten presente que se trató del amor de una joven señorita. Lo importante -nunca supe si fue por motivo de casualidad o de causalidad- es que poco tiempo transcurrió hasta que falleció mi tío. No habrían pasado más de doce o catorce horas desde mi traición.
Puedo imaginar tus lágrimas, hijo, puedo presentir tu aflicción. No sé si vale la pena que continúe. A esta altura de mi relato imaginarás el porqué de los orificios en mi rostro. Jamás tuve tal accidente sobre el que tanto tu madre como yo hemos inútilmente fantaseado. Es que no me quedó otra opción que librarme de mi pesar, y recuperar la emancipación de mi cuerpo y alma. Una vez que me quité los ojos, sólo así pude despojarme del peso de la muerte de Iván y volver a recordar cómo se sentía ser libre.
Créeme que siento la carne de gallina, y sobre todo, mucha vergüenza al contártelo. Ahora tú sabes bien como fueron las cosas, y también ahora, creo estar librándome de una mochila que me hundía por su peso. Imagino tu pétreo semblante. Casi diría que puedo verte. No has terminado tu licuado ni tus galletas de jengibre, lo que me da la pauta de que sabes a dónde quiero llegar.
Sí, hijo, yo también conozco tu don. Durante años opté por silenciar el tema, pero es hora de que lo sepas. Eres una persona especial. Has nacido, al igual que yo, con el don de la mirada. Aún sin ver, puedo sentir la energía de tus ojos golpeando las puertas de mi corazón. Te lo digo, pues debes saber conducirte por la vida con un enorme sentido de la responsabilidad, evitando a toda costa derrumbarte en el “hábito ocular”. De otra forma acabarás como yo, como este monstruo que te habla de corrido, y que tú escuchas silenciosamente. Durante estos últimos días he vivido perseguido por la idea de la llegada de los alemanes. Sé que ellos me están buscando. Están cerca y quieren acabar conmigo. Algún día lo harán, pues estoy en su lista negra. Ya no me importará. Procura tomar siempre los recaudos necesarios para resguardar tu vida, y sobre todas las cosas, ten presente mi historia para no repetirla. Vamos, hijo, termina tu licuado y tus galletas de una vez.
Noto que esta situación no dista sino en detalles respecto del plano imaginario que he creado. Por esa razón, te he preparado el licuado, y también he visitado la tienda y comprado las galletas. No encontré las del envoltorio amarillo, sino las de envase plateado, mas considero que te gustarán lo mismo. Si no fuera así, puedes decírmelo que jamás me enfadaría.
Vamos, siéntate y charlemos. No quisiera que luego de esta conversación guardemos sensaciones internas de vacío o cualquier tipo de resquemor, pues estoy dispuesto a contarte toda la verdad. Todo aquello que quieras saber. Y luego no tendré más nada que ocultarte y podré quitarme este terrible peso que desde hace años me atormenta.
Afuera hay guerra, puede sentirse en el aire nauseabundo, en los sufridos rostros de los ciudadanos y también en el vuelo estrepitoso de los pájaros. Los alemanes ya invadieron Cracovia y en cualquier momento vendrán hacia aquí. Será mejor comenzar de una vez, para llegar pronto al final del relato. Si lo peor sucediera, desearía que fuese luego de nuestra charla, sólo entonces, ya con mi conciencia libre podría abandonar este mundo, preso de su propia esclavitud.
Puedo intuir que aún piensas que parezco un monstruo, en cuyo caso, tendrías razón, no voy a negártelo. La gente me trata como trataría a un verdadero monstruo desde que ocurrió mi desgracia. Sin temor a soportar cualquier humillación debo reconocerte que bien me he acostumbrado a mi aspecto.
Me alegra que hayas sido tan directo al preguntármelo. Eres un joven que no titubea al dirigirse a sus mayores, y eso te convierte en una persona muy segura de sí. Te diré algo: sé paciente y bebe un poco más de tu licuado, así llegaremos a buen puerto.
No sé bien por dónde comenzar, déjame pensarlo. Sabes bien que a tu edad, yo era una persona igual que tú. Nadie me ha regalado nada y todo que he conseguido en estos años ha sido netamente fruto de mi esfuerzo. Era muy emprendedor y me las rebuscaba saliendo a la calle a buscarme la vida. Alguna vez te he mencionado, que entre otras cosas trabajé felizmente en criadero de pájaros, atendí cantinas en el muelle de Gdynia, conduje taxímetros, y hasta tuve la chance de cocinar en algunos restaurantes –de los económicos-, hasta que, como sabes, encontré mi veta trabajando en una compañía aseguradora de Varsovia, en la cual mi crecimiento laboral fue tan grande, que al tiempo me convertí en el director de la empresa. Siempre respondí en forma más que satisfactoria a los requerimientos de la firma, y sobre todas las cosas, siempre brindé mucho más de lo que se me pidió, lo que me significó un crecimiento económico notable. Fue así como marqué una brecha muy pronunciada con el resto de mi familia. Me convertí de pronto en el salvador de tres generaciones, ya que el trabajo no sólo me ofrecía una renta para mantenerme a mí mismo, sino también a mis padres y abuelos.
Quizás hayas sentido oír alguna vez que al tiempo de dirigir la empresa con un éxito rotundo, me ofrecieron participar como principal accionista de una compañía automotriz inglesa que se radicaría en el país, cuestión que me brindó más retribuciones económicas que las que jamás había imaginado. Constantemente se me abrían puertas, y cuando pensaba que había tocado el techo, allí aparecía una nueva y mejor oferta que me proporcionaba el mercado. Hasta aquí, supongo que te estoy contando lo sabido por todos. No quisiera que creas que estoy eludiendo tu pregunta, sólo que debo contextualizar mi relato, para que entiendas mejor a dónde quiero llegar.
Retomando, te decía que en aquel entonces vivía con nosotros un tío mío llamado Iván. La casa que habitábamos no era el viejo y descascarado rancho de Breslavia en el que nos habíamos criado, sino un chalet de dos plantas que yo mismo había comprado para todos en las afueras.
En el altillo vivía Iván, hermano de mi madre, el tío sabio de la familia, el que siempre tenía la verdad sobre cómo funcionaba el mundo, y quien constantemente atribuía una explicación a todo fenómeno existente. Sin embargo, jamás había triunfado en los negocios, en la salud, ni en el amor. Nunca entendí por qué alguien que lo sabe todo, termina por abrazar el fracaso, pero ese era justamente el caso del tío Iván.
No tengas vergüenza en comer tus galletas mientras hablo, después de todo, aún tengo mucho por explayarme, el relato apenas está comenzando. Te decía, entonces, que durante una tarde de mucho calor, yo me encontraba en mi cuarto ordenando unas libretas de una de las compañías que dirigía, cuando me percaté de la presencia de mi tío sentado junto a mí, quien me observaba detenidamente. Apenas cruzamos nuestras miradas, me dijo –y lo recuerdo como si hubiera sido ayer-: “Yo ya sé cuál es tu secreto”. Lógicamente, se refería al secreto de mi éxito, o al menos eso había entendido. “¿Y cuál es mi secreto?”- curioseé. Y allí nomás lo supe: “El secreto está en tu mirada. Sabes mirar a los ojos de un modo tan profundo que llegas al corazón de la gente, traspasas las superficiales fronteras que componen retina, pupila, iris y córnea, y la energía continúa su camino fluyendo por diferentes cavidades, laringe, esófago, distribuyéndose por la caja torácica hasta depositarse en el órgano de mayor vitalidad. Tienes el don de mirar”.
No obstante lo escueto de aquella charla, quedé meditabundo durante varios días redundando acerca de la revelación que me había traído Iván. Nunca nadie me había dicho algo así. Fui masticando la premisa con el correr de las semanas, hasta que decidí concentrarme en aquello a lo que mi tío hacía referencia, y fue así como comencé a mirar a los ojos con absoluta conciencia de estar haciéndolo. Y de veras, que aquella fórmula daba resultado. Tal vez, si alguna vez pudiese escribir acerca de mi tragedia, diría que aquél fue el principio del fin.
Lo cierto es que mirando a los ojos podía obtener lo que quisiera. No tenía que mostrarme compasivo, desafiante, ni forzar el semblante de algún modo en particular, sino por el contrario, clavaba mi mirada en la de mi interlocutor, procurando que aquella energía intangible comenzara su paulatino recorrido hasta acabar por envolver el corazón. Yo, que hasta el momento me consideraba un ser apenas carismático, caí a cuenta de que mi nuevo atributo podía llegar muy lejos.
Como contrapartida, la portación de aquel don generó en mí una enorme responsabilidad que aún no estaba dispuesto, o no estaba preparado, para asumir. Tú eres una persona inteligente y a diferencia de los demás, me podrás comprender sin juzgarme. Ya he recibido el peor castigo y he pagado por mis actos, pero no quisiera adelantarme más a los hechos.
Te decía que la tentación muchas veces domina nuestra voluntad, aún en desmedro de la razón. ¿Cómo evitar servirme de mi virtud para alcanzar extremos impúdicos, inapropiados o ilícitos?
Nunca supe con exactitud cómo se fueron dando las cosas, perdí todo control sobre mi don, y ya era tarde cuando quise dar marcha atrás. Déjame ser más concreto: entenderás que abusé de la confianza de muchos, a quienes defraudé. También hice y deshice relaciones humanas a mi antojo, como el vínculo con tu madre y tus hermanos. Amasé una fortuna descomunal, y no tardé en obtener poder político, convirtiéndome en una figura popular, como bien sabes. Dirigí gran parte de la política internacional, no solamente de Polonia, sino de toda la región oriental. Llegué más lejos de lo que jamás había pensado. Al tiempo entramos en guerra y envié a combatir a mucha gente, y a morir a otro tanto mayor. Terminé por convertirme en un tirano, para muchos, y en un líder, para otros. Acaricié el cielo con las manos, obtuve la gloria, el frenesí, saboreé el éxtasis y también la falsa premisa de tenerlo todo. Y cuando uno cree que se tiene todo, no se tiene nada. Eso me lo dijo mi tío Iván, a quien yo seguía respetando como a nadie, ya en su último año de vida.
No había persona que pudiera sostener una conversación conmigo de igual a igual sin caer arrodillado a mis pies. De pronto me encontré viviendo sin incentivo, sin un motivo por el cual pelear. Lentamente comencé a refugiarme en la oscuridad. Pasaba horas enteras encerrado en mi cuarto, totalmente a oscuras. Allí mi pecho se contraía, mi mirada se perdía entre la sombría confusión de la habitación, mis brazos y piernas se enfriaban y mi rostro comenzaba a sudar junto con mi pecho. Cada movimiento corporal me resultaba hartamente pesado, y así no tardé en desembocar en una profunda crisis que terminó por hundirme en una brutal depresión. Si bien continuaba con vitalidad, podía sentir cómo cada molécula de mi cuerpo se despojaba de ella.
Lentamente me iba mimetizando con la persona de mi tío, quien por su parte, hacía tiempo atravesaba una enfermedad terminal. Cada vez que lo miraba a los ojos sentía cómo su vida se iba despedazando. Me esforzaba por cargarlo de ánimo, de optimismo, de vida, a través de mi mirada, mas mi atributo secreto no surtía efecto cuando intentaba ponerlo en práctica con él. Hoy, que veo las cosas de otra manera, puedo concluir que en rigor, Iván sentía más lástima por mí que la que yo sentía por él. ¿Es que tú también sientes lástima por mí? Aún no me lo contestes.
La sabiduría de mi tío me llevó a la convicción –y a la esperanza- de que si abandonaba mi “hábito ocular” –por ponerle algún rótulo- él iría mejorando paulatinamente. ¿Sería posible llevar a cabo tamaña proeza? Fue entonces, con mucho esfuerzo, cuando dejé por sentado mi gran juramento: no volvería a utilizar la mirada como ademán persuasivo. Y se lo aseguré, precisamente, mirándolo a los ojos.
A partir de mi promesa, abandoné la función pública, como primera medida. Los días que entraron fueron realmente extraños, intentaba no penetrar en la mirada de los demás para evitar caer en el rol subordinador. Pero me sentía incompleto, algo así como ajeno a mí mismo, y no podía reconocerme. Sin embargo, me llenaba constantemente de mentira y tenía la convicción de que iba por buen camino, y que alcanzaba la libertad, pero pronto, llegó sin quererlo el momento en que me traicioné, y también traicioné a Iván, rompiendo así mi promesa. No tiene mucho sentido que te cuente cómo llegué a infringir mi palabra, pues dilataría demasiado mi narración de los hechos. Tan solo ten presente que se trató del amor de una joven señorita. Lo importante -nunca supe si fue por motivo de casualidad o de causalidad- es que poco tiempo transcurrió hasta que falleció mi tío. No habrían pasado más de doce o catorce horas desde mi traición.
Puedo imaginar tus lágrimas, hijo, puedo presentir tu aflicción. No sé si vale la pena que continúe. A esta altura de mi relato imaginarás el porqué de los orificios en mi rostro. Jamás tuve tal accidente sobre el que tanto tu madre como yo hemos inútilmente fantaseado. Es que no me quedó otra opción que librarme de mi pesar, y recuperar la emancipación de mi cuerpo y alma. Una vez que me quité los ojos, sólo así pude despojarme del peso de la muerte de Iván y volver a recordar cómo se sentía ser libre.
Créeme que siento la carne de gallina, y sobre todo, mucha vergüenza al contártelo. Ahora tú sabes bien como fueron las cosas, y también ahora, creo estar librándome de una mochila que me hundía por su peso. Imagino tu pétreo semblante. Casi diría que puedo verte. No has terminado tu licuado ni tus galletas de jengibre, lo que me da la pauta de que sabes a dónde quiero llegar.
Sí, hijo, yo también conozco tu don. Durante años opté por silenciar el tema, pero es hora de que lo sepas. Eres una persona especial. Has nacido, al igual que yo, con el don de la mirada. Aún sin ver, puedo sentir la energía de tus ojos golpeando las puertas de mi corazón. Te lo digo, pues debes saber conducirte por la vida con un enorme sentido de la responsabilidad, evitando a toda costa derrumbarte en el “hábito ocular”. De otra forma acabarás como yo, como este monstruo que te habla de corrido, y que tú escuchas silenciosamente. Durante estos últimos días he vivido perseguido por la idea de la llegada de los alemanes. Sé que ellos me están buscando. Están cerca y quieren acabar conmigo. Algún día lo harán, pues estoy en su lista negra. Ya no me importará. Procura tomar siempre los recaudos necesarios para resguardar tu vida, y sobre todas las cosas, ten presente mi historia para no repetirla. Vamos, hijo, termina tu licuado y tus galletas de una vez.