Carta a un viejo amigo
Estimado José Luis:
Te sorprenderá recibir mi carta. Ambos somos plenamente conscientes que desde hace mucho tiempo no nos vemos ni conversamos, ni tenemos noticias uno del otro. Sabemos que nuestras vidas en los últimos tiempos han tomado rumbos disímiles, y por circunstancias que nos son ajenas, hemos acabado por distanciarnos.
Sin embargo, quisiera que sepas que no tengo nadie más que vos a quien acudir en una situación como la que estoy atravesando, pues te considero la persona más cercana a lo que socialmente entendemos como “amigo”.
Alguna vez me has tendido una mano en momentos difíciles, y no tengo duda de que volverás a hacerlo luego de que te cuente mi dura realidad.
Quiero hablarte de algo muy serio, te pido por favor que no me tomes en broma y me prestes debida atención, pues lo que te voy a contar me susceptibiliza día a día, llevándome a atravesar caminos sin salida visible.
Ante todo, te pido un favor, y es que lo que te estoy a punto de confesar nunca se lo cuentes a nadie. Me importa mantener la reputación que tanto vos como tu esposa tienen de mí, y que me ha costado mucho conseguir. Desde este momento serás mi único y exclusivo confidente.
Para empezar mi relato sin faltarle a la sinceridad, te diré que el karma que me está persiguiendo tiene origen en una verdadera obsesión. Más precisamente, en la obsesión por una mujer, que no podría precisar cuándo comenzó.
Lo que sí podría transmitirte es que he llegado a la conclusión de que uno muchas veces permite que las cosas que ocurren a nuestro alrededor nos llenen de sensaciones disímiles, las cuales indefectiblemente ejercen control sobre nuestro inconsciente. El problema es que la mayor parte de las veces no registramos aquellas sensaciones y no podemos comprender por qué nos sentimos de una u otra manera, ¿me entendés? Cuando se tiene la cabeza tan metida en el trabajo como yo la tuve hasta hace poco tiempo, uno se enceguece y termina resultando imposible poder ver todo lo que ocurre a nuestro alrededor, en especial aquello que nos moviliza. A medida que continúes con la lectura de esta carta, entederás mejor dónde quiero llegar.
Si alguna vez te hablé de ella –de la persona a quien hago referencia- seguramente fue de modo superficial y no te habré contado la realidad de los hechos. Todo comentario debió haber sido apenas frívolo. Ahora voy a mencionarte las cosas como realmente fueron, y sobre todo, cómo son.
¿Te acordás del taller literario al que yo acudí en aquellas vacaciones de invierno, hace un año? El taller coincidió con la época en que discutieron fuertemente nuestras esposas, lo que terminó forjando nuestro distanciamiento. Pero no quisiera abordar –al menos en esta carta- un tema tan sensible como el de nuestras mujeres, pues en su momento prometí firmemente a la mía no hacerlo, y porque no es el objetivo de esta epístola.
Anhelo que recuerdes que en aquel momento vivías mofándote del taller en el que yo participaba, y decías –con total deleite- que estaba plagado de “ancianas burguesas”. Pues bien, en aquel curso conocí a una joven compañera de pecas, quien representaba una clara excepción a la edad y a la condición social que promediaba el grupo literario. Tendría unos dieciocho años de edad, como el tercero de mis hijos. No es éste un dato menor en aras a lo que voy a relatar a continuación. Intentaré ser aún más concreto con los hechos.
Hubo una tarde en que, luego del taller, ella y yo nos quedamos discutiendo si Cervantes se había inspirado, o no, en el Entremés de los romances, para escribir El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, su obra maestra. Hasta aquella charla no estaba completamente seguro si la joven de pecas había estado asistiendo al taller las clases anteriores, o era la primera vez que concurría. Pude disipar el interrogante cuando me confesó que admiraba la forma en que yo describía las sensaciones de los personajes en los textos que leía en el taller. Más aún, se refirió a mi cuento El rito de la locomoción, como una verdadera obra de la literatura. Conservo fresco el recuerdo de la magnitud con la que su alabanza me gratificó.
Luego de aquella tarde, cada vez que se hacían las diecinueve, hora en que culminaba el taller, continuábamos conversando larga y tendidamente. Tan es así, que al cabo de un corto tiempo había llegado al punto de desear que la clase termine lo antes posible para seguir conversando con ella. En la última etapa del taller, cada reunión se tornaba un calvario y no veía el momento en que el profesor diga: «Muy bien, hasta la próxima».
Recién al escribir estas líneas me doy cuenta –con absoluto pavor- de que llegué a odiar a mi profesor y también a mis compañeros, a excepción de ella, claro está.
No me daba cuenta exactamente qué era lo que me atraía de aquella joven muchacha. Al parecer, más allá de haberse ganado mi admiración tras conducirse como una persona muy madura y adulta para la edad que tenía, existía algo meramente físico en su cuerpo que me llamaba subliminalmente la atención. Ese algo galopaba en mi inconsciente como un caballo de carreras que intenta alcanzar un destino tan anhelado como incierto. No podía entender qué me ocurría cada vez que la veía; o bien, no quería entender qué me sucedía.
Pensé que el hecho de abandonar intempestivamente el taller literario me iba hacer olvidarla, pero me había equivocado. Daba vueltas en mi mente cada palabra, cada pausa y cada expresión de nuestras conversaciones. Permanecí ausente durante dos encuentros, dentro de los cuales, lógicamente, no la vi.
Por desgracia –en atención a lo que te contaré en breve- recordé que me había dicho que atendía una biblioteca situada a dos estaciones de tren de la redacción del periódico donde yo trabajaba.
Ya imaginarás, estimado confidente, que poco tiempo tardé en comenzar a frecuentar aquella biblioteca. Su alegría al verme era tan grande como la mía al verla, sólo que yo sentía que por alguna razón debía disimularlo. Charlábamos de diferentes órdenes de la vida, en especial, de literatura. Cada vez que sonreía, sentía que sus pecas se iluminaban, produciendo destellos similares a flashes fotográficos.
Con el correr de los meses, y de las visitas, mi día a día comenzaba a tomar un nuevo rumbo de prioridades. Cada vez quería verla más tiempo, sólo entonces acariciaba la felicidad. Fue así que disminuí mis horas de trabajo en el periódico, y aumenté el tiempo de vistita a la muchacha, regresando cada vez más tarde a mi casa.
No tardé en descubrir qué me obsesionaba tanto de ella. Se trataba de sus pecas. Algo tan simple y mágico como ello.
Garabateé durante una días enteros en mi cuaderno de anotaciones la palabra “pecas”, a la cual le agregaba constantemente un pequeño tilde en la letra “a”, para transformarla en “pecás”. Dicho sarcasmo, sumado a la idea fija del placer de lo prohibido, me carcomía por completo el cerebro.
En la redacción del periódico teníamos un maniquí de plástico que alguna vez alguien había dejado olvidado. ¿Me creerías si te dijera que empecé pintarle con sumo cuidado los pequeños puntos semejantes a las pecas que la muchacha exhibía en su semblante? Cada día me preocupaba por guardar la más perfecta similitud respecto de la cantidad y ubicación de pecas existente entre el maniquí y mi musa, hasta convencerme de haber logrado la exactitud total.
Resulta evidente, mi amigo, que –retomando con la idea anterior- nada de lo que te estoy comentando me exime de ser un verdadero “pecador”. Y menos aún, luego de lo que te enterarás en seguida.
Mientras volvía de uno de nuestros maravillosos encuentros en la biblioteca, viajaba sentado solo en un asiento con capacidad para dos personas de un oscuro vagón del tren que habitualmente me traía a casa. Sin quererlo, me encontré escribiendo en mi libreta algo que te transcribiré:
“…me atrae no tanto por su belleza física, sino por sus exóticas pecas. Nacen en su fino rostro, se deslizan por su cuello como niños que se dejan caer de un gran tobogán, y me produce un verdadero placer imaginar que descansan por fin en sus abultados y firmes pechos…”
Luego de escribir aquellas líneas, y de leerlo una y otra vez, me invadió de culpa el simple hecho de tener que entrar a mi casa como cada noche, sentarme en la mesa y cenar junto a mis hijos y mi mujer, como si nada ocurriese.
La deseé como jamás había deseado a una hembra, y la imaginé con el mayor poder de pasión con que uno pueda empeñarse. Y hablo desde el fuero más íntimo de mi persona, entenderás…
Sinceramente, jamás pensé, José, que acabaría contándote tamañas intimidades de mi vida. Me resta aún decirte que por varios días, durante el poco tiempo que pasaba con mi familia traté de hablar lo mínimo e indispensable, o en lo posible, de no hablar. Mi sensación de culpa por lo que sentía por aquella muchacha era inmensa y me impedía desarrollar mi vida familiar con normalidad.
Llegué incluso a fantasear con el hecho de confesarle todo lo acontecido a los míos, incluyendo pormenorizados detalles. Total, a fin de cuenta, ¿qué podría pasar? Mis hijos varones apuesto a que lo llegarían a entender. Mi hija, en cambio, no lo creo. Y mi mujer… ¿cómo seguir mirándola a los ojos luego de ello? ¿Comprendés entonces por qué me siento como me siento, José?
Para ir terminando, te quiero comentar que hace ya tres días que no regreso a casa, ni la muchacha a la suya. Ambos estamos viviendo juntos, ella se siente muy cómoda, aunque a mí me cuesta mucho adaptarme a este cambio de vida tan abrupto. Yo ya no tengo dieciocho años.
Como seguramente habrás inferido a lo largo de la carta -por la posible coincidencia de los hechos- mi joven amante no es sino tu hija Andrea, pecosa, bibliotecaria, estudiante de letras y recientemente fugada de tu casa.
No quisiera abundar en detalle sobre nuestras intimidades, pues considero que podría darte cierto pudor el hecho de tratarse de nada menos que tu hija, aunque opto por remitirme a lo que ya te mencioné al comienzo de esta carta: ES MUY MADURA, para la edad que tiene.
Si me permitís el consejo (de amigo), nunca la tendrían que haber presionado tanto a estudiar medicina o derecho, sino aceptar su vocación por las letras. Ahora tendrían menos problemas por su conducta desobediente. Yo me pongo en tu lugar, y es realmente frustrante que una hija huyera de sus aposentos tras no ser comprendida por su familia.
Y dejame decirte que aunque por momentos pienso que ella es todo para mí, lo cierto es que me invade la sensación de que tampoco es éste el estilo de vida que quisiera llevar adelante. Como te dije, yo ya no tengo dieciocho años, y tu hija ya me lo ha hecho notar en varias oportunidades (entendés a lo que me refiero, ¿no?).
Por eso, como amigo que te considero, y como padre de Andrea, y eventualmente como “suegro” –espero que no te ofenda esta última terminología- recurro a tu ayuda, pues estoy próximo a sobrepasar el límite de la locura y cometer cualquier barbaridad.
¿Qué puedo hacer al respecto?
Quedando a la espera de tu sabio consejo, te saluda cordialmente,
Tu amigo Ricardo.
Te sorprenderá recibir mi carta. Ambos somos plenamente conscientes que desde hace mucho tiempo no nos vemos ni conversamos, ni tenemos noticias uno del otro. Sabemos que nuestras vidas en los últimos tiempos han tomado rumbos disímiles, y por circunstancias que nos son ajenas, hemos acabado por distanciarnos.
Sin embargo, quisiera que sepas que no tengo nadie más que vos a quien acudir en una situación como la que estoy atravesando, pues te considero la persona más cercana a lo que socialmente entendemos como “amigo”.
Alguna vez me has tendido una mano en momentos difíciles, y no tengo duda de que volverás a hacerlo luego de que te cuente mi dura realidad.
Quiero hablarte de algo muy serio, te pido por favor que no me tomes en broma y me prestes debida atención, pues lo que te voy a contar me susceptibiliza día a día, llevándome a atravesar caminos sin salida visible.
Ante todo, te pido un favor, y es que lo que te estoy a punto de confesar nunca se lo cuentes a nadie. Me importa mantener la reputación que tanto vos como tu esposa tienen de mí, y que me ha costado mucho conseguir. Desde este momento serás mi único y exclusivo confidente.
Para empezar mi relato sin faltarle a la sinceridad, te diré que el karma que me está persiguiendo tiene origen en una verdadera obsesión. Más precisamente, en la obsesión por una mujer, que no podría precisar cuándo comenzó.
Lo que sí podría transmitirte es que he llegado a la conclusión de que uno muchas veces permite que las cosas que ocurren a nuestro alrededor nos llenen de sensaciones disímiles, las cuales indefectiblemente ejercen control sobre nuestro inconsciente. El problema es que la mayor parte de las veces no registramos aquellas sensaciones y no podemos comprender por qué nos sentimos de una u otra manera, ¿me entendés? Cuando se tiene la cabeza tan metida en el trabajo como yo la tuve hasta hace poco tiempo, uno se enceguece y termina resultando imposible poder ver todo lo que ocurre a nuestro alrededor, en especial aquello que nos moviliza. A medida que continúes con la lectura de esta carta, entederás mejor dónde quiero llegar.
Si alguna vez te hablé de ella –de la persona a quien hago referencia- seguramente fue de modo superficial y no te habré contado la realidad de los hechos. Todo comentario debió haber sido apenas frívolo. Ahora voy a mencionarte las cosas como realmente fueron, y sobre todo, cómo son.
¿Te acordás del taller literario al que yo acudí en aquellas vacaciones de invierno, hace un año? El taller coincidió con la época en que discutieron fuertemente nuestras esposas, lo que terminó forjando nuestro distanciamiento. Pero no quisiera abordar –al menos en esta carta- un tema tan sensible como el de nuestras mujeres, pues en su momento prometí firmemente a la mía no hacerlo, y porque no es el objetivo de esta epístola.
Anhelo que recuerdes que en aquel momento vivías mofándote del taller en el que yo participaba, y decías –con total deleite- que estaba plagado de “ancianas burguesas”. Pues bien, en aquel curso conocí a una joven compañera de pecas, quien representaba una clara excepción a la edad y a la condición social que promediaba el grupo literario. Tendría unos dieciocho años de edad, como el tercero de mis hijos. No es éste un dato menor en aras a lo que voy a relatar a continuación. Intentaré ser aún más concreto con los hechos.
Hubo una tarde en que, luego del taller, ella y yo nos quedamos discutiendo si Cervantes se había inspirado, o no, en el Entremés de los romances, para escribir El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, su obra maestra. Hasta aquella charla no estaba completamente seguro si la joven de pecas había estado asistiendo al taller las clases anteriores, o era la primera vez que concurría. Pude disipar el interrogante cuando me confesó que admiraba la forma en que yo describía las sensaciones de los personajes en los textos que leía en el taller. Más aún, se refirió a mi cuento El rito de la locomoción, como una verdadera obra de la literatura. Conservo fresco el recuerdo de la magnitud con la que su alabanza me gratificó.
Luego de aquella tarde, cada vez que se hacían las diecinueve, hora en que culminaba el taller, continuábamos conversando larga y tendidamente. Tan es así, que al cabo de un corto tiempo había llegado al punto de desear que la clase termine lo antes posible para seguir conversando con ella. En la última etapa del taller, cada reunión se tornaba un calvario y no veía el momento en que el profesor diga: «Muy bien, hasta la próxima».
Recién al escribir estas líneas me doy cuenta –con absoluto pavor- de que llegué a odiar a mi profesor y también a mis compañeros, a excepción de ella, claro está.
No me daba cuenta exactamente qué era lo que me atraía de aquella joven muchacha. Al parecer, más allá de haberse ganado mi admiración tras conducirse como una persona muy madura y adulta para la edad que tenía, existía algo meramente físico en su cuerpo que me llamaba subliminalmente la atención. Ese algo galopaba en mi inconsciente como un caballo de carreras que intenta alcanzar un destino tan anhelado como incierto. No podía entender qué me ocurría cada vez que la veía; o bien, no quería entender qué me sucedía.
Pensé que el hecho de abandonar intempestivamente el taller literario me iba hacer olvidarla, pero me había equivocado. Daba vueltas en mi mente cada palabra, cada pausa y cada expresión de nuestras conversaciones. Permanecí ausente durante dos encuentros, dentro de los cuales, lógicamente, no la vi.
Por desgracia –en atención a lo que te contaré en breve- recordé que me había dicho que atendía una biblioteca situada a dos estaciones de tren de la redacción del periódico donde yo trabajaba.
Ya imaginarás, estimado confidente, que poco tiempo tardé en comenzar a frecuentar aquella biblioteca. Su alegría al verme era tan grande como la mía al verla, sólo que yo sentía que por alguna razón debía disimularlo. Charlábamos de diferentes órdenes de la vida, en especial, de literatura. Cada vez que sonreía, sentía que sus pecas se iluminaban, produciendo destellos similares a flashes fotográficos.
Con el correr de los meses, y de las visitas, mi día a día comenzaba a tomar un nuevo rumbo de prioridades. Cada vez quería verla más tiempo, sólo entonces acariciaba la felicidad. Fue así que disminuí mis horas de trabajo en el periódico, y aumenté el tiempo de vistita a la muchacha, regresando cada vez más tarde a mi casa.
No tardé en descubrir qué me obsesionaba tanto de ella. Se trataba de sus pecas. Algo tan simple y mágico como ello.
Garabateé durante una días enteros en mi cuaderno de anotaciones la palabra “pecas”, a la cual le agregaba constantemente un pequeño tilde en la letra “a”, para transformarla en “pecás”. Dicho sarcasmo, sumado a la idea fija del placer de lo prohibido, me carcomía por completo el cerebro.
En la redacción del periódico teníamos un maniquí de plástico que alguna vez alguien había dejado olvidado. ¿Me creerías si te dijera que empecé pintarle con sumo cuidado los pequeños puntos semejantes a las pecas que la muchacha exhibía en su semblante? Cada día me preocupaba por guardar la más perfecta similitud respecto de la cantidad y ubicación de pecas existente entre el maniquí y mi musa, hasta convencerme de haber logrado la exactitud total.
Resulta evidente, mi amigo, que –retomando con la idea anterior- nada de lo que te estoy comentando me exime de ser un verdadero “pecador”. Y menos aún, luego de lo que te enterarás en seguida.
Mientras volvía de uno de nuestros maravillosos encuentros en la biblioteca, viajaba sentado solo en un asiento con capacidad para dos personas de un oscuro vagón del tren que habitualmente me traía a casa. Sin quererlo, me encontré escribiendo en mi libreta algo que te transcribiré:
“…me atrae no tanto por su belleza física, sino por sus exóticas pecas. Nacen en su fino rostro, se deslizan por su cuello como niños que se dejan caer de un gran tobogán, y me produce un verdadero placer imaginar que descansan por fin en sus abultados y firmes pechos…”
Luego de escribir aquellas líneas, y de leerlo una y otra vez, me invadió de culpa el simple hecho de tener que entrar a mi casa como cada noche, sentarme en la mesa y cenar junto a mis hijos y mi mujer, como si nada ocurriese.
La deseé como jamás había deseado a una hembra, y la imaginé con el mayor poder de pasión con que uno pueda empeñarse. Y hablo desde el fuero más íntimo de mi persona, entenderás…
Sinceramente, jamás pensé, José, que acabaría contándote tamañas intimidades de mi vida. Me resta aún decirte que por varios días, durante el poco tiempo que pasaba con mi familia traté de hablar lo mínimo e indispensable, o en lo posible, de no hablar. Mi sensación de culpa por lo que sentía por aquella muchacha era inmensa y me impedía desarrollar mi vida familiar con normalidad.
Llegué incluso a fantasear con el hecho de confesarle todo lo acontecido a los míos, incluyendo pormenorizados detalles. Total, a fin de cuenta, ¿qué podría pasar? Mis hijos varones apuesto a que lo llegarían a entender. Mi hija, en cambio, no lo creo. Y mi mujer… ¿cómo seguir mirándola a los ojos luego de ello? ¿Comprendés entonces por qué me siento como me siento, José?
Para ir terminando, te quiero comentar que hace ya tres días que no regreso a casa, ni la muchacha a la suya. Ambos estamos viviendo juntos, ella se siente muy cómoda, aunque a mí me cuesta mucho adaptarme a este cambio de vida tan abrupto. Yo ya no tengo dieciocho años.
Como seguramente habrás inferido a lo largo de la carta -por la posible coincidencia de los hechos- mi joven amante no es sino tu hija Andrea, pecosa, bibliotecaria, estudiante de letras y recientemente fugada de tu casa.
No quisiera abundar en detalle sobre nuestras intimidades, pues considero que podría darte cierto pudor el hecho de tratarse de nada menos que tu hija, aunque opto por remitirme a lo que ya te mencioné al comienzo de esta carta: ES MUY MADURA, para la edad que tiene.
Si me permitís el consejo (de amigo), nunca la tendrían que haber presionado tanto a estudiar medicina o derecho, sino aceptar su vocación por las letras. Ahora tendrían menos problemas por su conducta desobediente. Yo me pongo en tu lugar, y es realmente frustrante que una hija huyera de sus aposentos tras no ser comprendida por su familia.
Y dejame decirte que aunque por momentos pienso que ella es todo para mí, lo cierto es que me invade la sensación de que tampoco es éste el estilo de vida que quisiera llevar adelante. Como te dije, yo ya no tengo dieciocho años, y tu hija ya me lo ha hecho notar en varias oportunidades (entendés a lo que me refiero, ¿no?).
Por eso, como amigo que te considero, y como padre de Andrea, y eventualmente como “suegro” –espero que no te ofenda esta última terminología- recurro a tu ayuda, pues estoy próximo a sobrepasar el límite de la locura y cometer cualquier barbaridad.
¿Qué puedo hacer al respecto?
Quedando a la espera de tu sabio consejo, te saluda cordialmente,
Tu amigo Ricardo.