La historia del bufón lustrabotas
- Doctor Navas, ¿se siente bien? Lo noto algo extraño.
- Sí, me encuentro perfecto –contesté. Listo para empezar la reunión.
- Tengo la impresión de que usted estuvo llorando.
- ¿Llorando? No. Le debe haber parecido. Vea, acá tiene los documentos que me pidió, todos firmados por escribano. Fíjese que los que están aquí son los originales, y en esta carpetita guardamos las copias.
- Adelante por favor, ya pueden pasar los letrados con sus clientes –interrumpió un funcionario del Colegio de Abogados, invitándonos a comenzar el encuentro de una vez por todas. De tal modo, fuimos ingresando en el recinto.
Transitaba rápidamente la ciudad en uno de esos días que suelo llamar “inertes”, en los que la prisa por llegar a un sitio determinado nos impide darnos cuenta con exactitud dónde estamos parados, fijando una secuencia estructurada de destinos, asimilable a aquellos vacíos objetivos cumplidos por algún héroe de videojuego. El maletín de cuero, la corbata, la camisa con gemelos y el traje de estreno acababan por darme el acabado aspecto de abogado que necesitaba para encarar la cita a la que acudía. Mi cabeza ardía como un caldo cuyos ingredientes no eran más que sentencias, alegatos y normas jurídicas de todo tipo de alcance. Ningún hecho externo lograba captar puntualmente mi atención, ni siquiera las descomunales librerías que inundaban la Avenida Corrientes, aquellas a las que en mis épocas de estudiante les dedicara horas enteras, sin dejar recoveco por husmear. Pero ya no. El tiempo tirano me había convertido en un abogado con enormes responsabilidades, que no puede distraerse con tonterías cuando un cliente deposita en nuestras manos lo más importante que posee, como lo son, su libertad y su patrimonio.
Al cruzar la calle Paraná observé mi reloj pulsera, y caí a cuenta de que no estaba llegando a la reunión con el retardo que suponía. Apenas me encontraba a un par de cuadras del Colegio de Abogados y calculé que contaba con unos veinte minutos libres para aprovechar en mi favor.
Un cartel de cartón apoyado en el piso que rezaba en letra manuscrita la palabra “Lustres” me hizo pensar que podía mejorar aún más mi aspecto haciendo lustrar mis zapatos. No perdería más que cinco o diez minutos, pues al parecer no había otros clientes en espera. Entonces me senté en el pequeño trono preparado para la ocasión y dejé que el lustrador –a quien aún no había visto- llegara para hacer su trabajo. Mientras tanto, volví a consultar la hora. Estaba con tiempo.
A los pocos segundos apareció el susodicho: un hombre gordo de unos sesenta años de edad, con ropaje harapiento, gorro de lana, y manos y uñas sucias, lo que le brindaba un mezquino aspecto.
- ¿Va a hacerse un lustrecito, señó? –arremetió arrodillándose en el suelo, con una fina y carrasposa voz, que me hizo recordar al conductor mejicano del programa “En familia con Chabelo” que veía por cable cuando era pequeño.
«No, vengo a comprar un tiempo compartido» -pensé irónicamente.
- Sí, por favor, en diez minutos tengo que estar en una reunión –respondí extendiendo mi zapato derecho en un pequeño banquillo de madera.
- Sí señó.
Al verlo hacer su trabajo noté cierta particularidad: como consecuencia de una deformación –probablemente congénita- en los dedos y palma de su mano derecha, se desenvolvía con dificultad para tomar algunas herramientas. Ello me trajo inexorablemente el recuerdo del curso de teatro que había terminado unos meses atrás, basado en la técnica de “Bufón”.
Cuando asistí a la primera clase el profesor nos dijo a sus alumnos: “El bufón, en el Medioevo, era el personaje que por haber nacido con alguna deformidad estaba destinado a cumplir el oficio de hacer reír a la Corona. No era tan importante su gracia como su deformidad”. El curso de Bufón duró cinco meses y consistió básicamente en una técnica de construcción de personaje. Todos nos convertíamos en pequeños monstruitos gracias al diseño de un vestuario, a la utilización de maquillaje y a la adopción de posturas y registros de voz inusuales. Una vez en escena, el objetivo que se nos encomendaba era hacer reír al profesor, a quien llamábamos “Su Majestad”, quien ubicado en dicho rol, nos insultaba y menoscababa caprichosamente apenas se aburría.
Mientras recordaba el curso de teatro observaba atentamente al lustrador hacer su trabajo, con su manifiesta deformidad, portando un vestuario de harapos, maquillaje a base de polvo y suciedad, y encorvada postura. Me daba constante charla, y ante cada apreciación que yo hacía, él se mostraba exageradamente de acuerdo en todo. Cada frase la iniciaba y la terminaba con la palabra: “señó”, y el hecho de verlo arrodillado a mis pies limpiando mis zapatos y cabeceando para hablarme me colocó en un lugar que verdaderamente me incomodaba ocupar. Debido a su lamentable condición, se demoraba más de lo habitual en untar pomada al cepillo, en abrir y cerrar las tapitas de los pomos, y en tomar la franela con sus dos manos para sacarle lustre al calzado.
- ¿Y usté a que se dedica, señó? –quiso saber con entusiasmo.
- Soy abogado –contesté lisa y llanamente. A partir de aquel momento dejó de llamarme “señó”, y pasó a hacerlo bajo el rótulo de “dotor”.
El hombre se tomaba todo el tiempo del mundo, yo miraba el reloj queriendo que él se diera cuenta de mi apuro, pero no había caso. Intentaba hacer su tarea con prolijidad y ello le demandaba tiempo: “Dotor esto…”, “dotor lo otro…”, “dotor por aquí y por allá…”.
- ¿Ahora para dónde va, dotor? –examinó parpadeando.
- Tengo una reunión en el Colegio de Abogados en cinco minutos.
Sin embargo al bufón parecía no importarle mi apuro, siguió conversándome y cada tanto se detenía a hablar mirándome a los ojos, dejando de lustrar. No paraba de darme la razón en todo lo que decía.
-Dotor, ¡es como usted dice… claro que sí… tiene toda la razón del mundo, dotor…!
Llegó un punto que me resultó hartamente chocante que simpatizara por mi mismo equipo de fútbol, que conociera todos los lugares que yo mencionaba, que tenga mi misma opinión respecto del gobierno de turno, y apreciara la misma música. El hombre parecía dejar la piel intentando caerme agradable. El afán, o bien, la necesidad de armar su propia clientela lo tornaba cada vez más posesivo. Por momentos intentaba hacerse el gracioso y buscaba en mi rostro un gesto de aprobación. En determinado momento, un supuesto cliente suyo atravesó la calle a mis espaldas y lo saludó con un grito afectuoso, entonces el lustrabotas le devolvió una reverencia idéntica a la que habíamos aprendido en el curso de bufón, en ademán de veneración a Su Majestad.
Comencé a sentir náuseas, el lustrador de zapatos no dejaba ni un segundo de ponderarme, de elogiar mi vestimenta, mi trabajo, mis aficiones por el teatro y la música. Paralelamente, mi alma se iba desgarrando de tristeza. Reflexioné un instante en el sentido de mi profesión, y entendí que no era de ningún modo más importante que la suya, ni siquiera el hecho de contar con un título profesional me hacía superior que él. Traté de recordar cuántos abogados le hicieron tanto daño al país y varios nombres acudieron rápidamente a mi cabeza, sin embargo, no recordé ningún lustrabotas que haya causado daño a la humanidad. Procuré explicarle todo esto, pero él me escuchaba sin prestarme atención, de hecho, se lo veía más preocupado por asentir y otorgarme la razón de mi discurso, que en oírme y compartir mi reflexión.
Cuando intenté profundizar un poco más acerca de su vida personal, dejó escapar de las entrañas sus múltiples desgracias: me contó que era viudo, que hace cuatro años que no ve a ninguno de sus hijos, cómo pasó de ser herrero en la provincia de Tucumán a lustrabotas en la Avenida Corrientes, que alquila una habitación en una pensión de la cual habría de irse en dos meses sin saber a dónde, que los días de lluvia no tiene trabajo, etc. Lo que más me afectaba de sus desdichas es que al confiarme todo esto lo hacía con una sonrisa fingida, que tenía por único fin minimizar su dolor para que yo no me sintiera mal, lo que era aún peor, pues me seguía destruyendo. Comparé mi vida con la suya, y una sensación de sofocamiento arremetió a lo largo de mi organismo. «Qué injusto es el mundo», pensé. Entonces, sin quererlo, padecí un sentimiento de culpa que jamás había experimentado. Un estrepitoso vacío inundaba mis sentidos. Procurando desentenderme del tiempo y del espacio, me esforcé tan solo por contener mis lágrimas.
Una vez que acabó su trabajo –yo ya había perdido noción de la hora- imploré al cielo deseando por favor que el bufón me cobrara caro. No podría soportar que aquel desdichado regalase su única fuente de ingreso. Ello no iba a librarme de la culpa de sentirme una completa basura, un egoísta o un mediocre individualista, pero de cualquier modo me serviría de atenuante para deprimirme un poco menos.
- Sería un pesito, dotor –remató, dejándome “knock out”.
Luego del golpe anímico, dejé caer la cabeza un instante y le entregué dos billetes de dos pesos cada uno:
- Tenga.
En un primer momento evidenció un confuso temor por lo que le estaba dando, y cuando tuvo seguridad de que los cuatro pesos eran para él, mostró cierto pavor para aceptarlos, pero al fin los tomó felizmente con sus dedos anómalos. A partir de allí, me reverenció sin detenerse, cual bufón a Su Majestad. Al levantarme del trono tomé el maletín y lo saludé sin mirarlo a los ojos, como un verdadero cobarde. Así me marché, con una angustia que me carcomía las vísceras. Era muy consciente de que de haber observado su sufrido rostro estallando de alegría por el dinero que le pagué -que nominalmente era muy poco en relación a lo que yo ganaba- me hubiese quebrado en el acto.
Tomándome el estómago con las manos, ya retorcido de dolor, apreté el paso para llegar cuanto antes a la reunión. Crucé la calle Uruguay y recorrí de memoria el camino que me introdujo en el Colegio de Abogados. Al ingresar por la puerta principal, escalé con dificultad los peldaños que conducen al hall de estar. Me desentendí de la "tan importante" reunión que me aguardaba y avancé tambaleando hacia el baño de hombres, sin lograr levantar la mirada del piso. Una vez dentro, me detuve frente al enorme espejo que cubre la pared, y manoteando el grifo de agua fría comenncé a refrescarme. En el instante en que abrí los ojos pude fijar por primera vez la mirada, encontrándome cara a cara a conmigo mismo. Costó reconocerme: me vi completamente deforme, con el pelo horrorosamente despeinado, los ojos rojos y saltones, empapado de sudor, y adoptando una postura desmesuradamente encorvada. Lo que veía reflejado en el espejo no era sino un verdadero bufón.
Con el ápice de fuerza que me quedaba en el cuerpo me desanudé la corbata, que me ahorcaba como el furioso puño de un verdugo. Desesperé. Dificultosamente intenté dirigirme hacia la puerta de salida, pero luego de tres o cuatro pasos no logré sino desplomarme sobre el inodoro más cercano que había. En el toilette reinaba una atmósfera de silencio y vacío. Afuera, seguramente aguardarían por mí. Sin meditarlo, me cubrí el rostro con las manos y acabé resquebrajándome en llanto, lo que dilató aún más mi asistencia a la reunión.