La empresa y su riesgo
Minutos habían transcurrido de las seis de la tarde y adentro se respiraba una atmósfera sumamente densa, tanto que –como se señala comúnmente- podía cortarse con cuchillo y tenedor. La luz tenue, sumada al aire viciado de humo de diversas hierbas, al bullicio ensordecedor que provenía del exterior lluvioso, y al deterioro en la pintura de las paredes, terminaban de impregnar al lugar de un desagradable tinte nauseabundo.
La reunión llevaba ya unos veinte minutos de comenzada, pero a juzgar por lo controversial de la discusión, ninguno de los presentes descreería si se les dijera que en rigor de verdad habían pasado, más bien, horas.
Todos allí eran sumamente conscientes –por más que no se lo hiciera explícito- que el rumbo de la empresa se definiría en aquella tertulia, cuestión que contagiaba de una alta carga de tensión a cada uno de sus integrantes. Con sólo mencionar que se encontraba latente la posibilidad de quiebra y, en consecuencia, la pérdida el negocio, resultaba ello motivo suficiente para que ganen terreno el temor y el nerviosismo.
En aquel momento se encontraba siendo fuertemente indagado el ejecutivo de tesorería y finanzas, quien sin exhibir a la vista aliado alguno, procuraba defender su posición de inocente respecto de un faltante en la contabilidad del día anterior, de lo cual se lo acusaba. El individuo no cesaba de sudar y se tomaba la cabeza constantemente con sus temblorosas manos. Los minutos transcurrían y la escena se repetía, tal como si se tratara de una cíclica secuencia perteneciente película italiana de los años cincuenta.
Finalmente, y ante una ineludible carencia de solución al conflicto financiero que los aquejaba, los presentes comenzaron a rodear al trabajador. El principal accionista de la empresa lo increpó, por última vez y en muy malos términos, a confesar de inmediato su culpabilidad, sin embargo, el ejecutivo no se atrevió a emitir contestación alguna.
En consecuencia, y como era de esperarse en este tipo de empresas, dos corpulentos individuos que se desempeñaban como principal mano de obra calificada impartieron justicia por sus propios medios, tomando por el cuello al tesorero y apretando sus puños con todo ímpetu. El cigarrillo que sostenía encendido este último en su mano derecha cayó al piso y comenzó a rodar.
Un funcionario perteneciente al servicio de correo postal, que se encontraba viajando en el vagón contiguo, alcanzó a ver la escena por la puerta de vidrio que dividía su compartimiento del perteneciente al coche furgón e ingresó precipitadamente a este último, gritando: “¡Por favor, suelten a ese niño!”.
Fortuitamente, el tren se detuvo en la estación de tren de Liniers y los dos menores que intentaban ahorcar al tercero se esfumaron rápidamente. El pequeño, herido, comenzó a toser.
- ¿Quién está a cargo de esta criatura? –gritó el hombre del correo.
- El pibe está a mi cargo, soy su tutor –replicó el principal accionista de la empresa.
- ¿Cuántos años tenés vos, nene? –quiso saber esta vez, dirigiéndose directamente al precoz ejecutivo de finanzas.
- Nueve –el pequeño volvió a toser mientras se tomaba la garganta.
El caballero miró fijamente al tutor, e intuyó por su aspecto que este último no tendría más de diecisiete o dieciocho años, aunque pareciera mayor.
- ¿Y quiénes son los padres de este chico? ¿Dónde vive?
- Dejá de hacer tantas preguntas y tomatelá porque vas a tener problemas… –sugirió amenazantemente el accionista, exhibiendo la punta de una cuchilla que tenía guardada en algún sitio de su pantalón.
Paralizado, y temiendo peligrar su vida, al pasajero no le quedó otra opción que intentar olvidar el suceso y regresar al vagón en el que se encontraba antes del irrefrenable episodio descripto.
Una vez a solas, el accionista le entregó a su pupilo una caja repleta de estampitas con imágenes religiosas:
- Mirá, ya que con la guita sos un desastre, vamos a ver si esta vez te ponés las pilas y hacés las cosas que yo te digo. Hoy te toca a vos repartirlas, y ojo, que no quiero que vuelvas a hacer cagadas. Yo me voy a ocupar de encontrar a tus dos hermanos, que no sé adónde mierda dispararon.
El pequeño tomó la caja asintiendo, sin dirigirle la mirada ni amagar siquiera a replicarle, y fue perdiéndose a lo largo de los vagones del tren. Con lentitud comenzó a distribuir cada una de las estampitas, tosiendo entre la muchedumbre, que en su gran mayoría le guardaba indiferencia anhelando regresar cuanto antes del trabajo a sus hogares. Al recoger una a una de las tantas ilustraciones que le fueron devueltas sin limosna a cambio, el ejecutivo –ahora en el rol de obrero- se preguntó cuánto de milagroso podría tener aquella imagen que ahora guardaba en sus manos, y en todo caso, si alguna vez haría algún milagro por él. A diferencia de los demás pasajeros, la jornada laboral del pequeño recién estaba comenzando.
Al pasar la estación de Caballito recordó felizmente cómo el día anterior, luego de recibir la recaudación de limosnas de sus hermanos, había corrido tan libre como impunemente a comprarse un huevo de pascuas del tamaño de uno de avestruz, que hacía tiempo anhelaba más que cualquier otra cosa en el mundo. Nunca había tenido aquella golosina en sus suaves manos, ni por supuesto, en su pequeña boca. Cuando lo desenvolvió, atinó a romperlo inmediatamente, pues se relamía de curiosidad por saber qué contenía en su interior y qué era lo que provocaba semejante ruido al agitarlo. Tardó apenas unos segundos en devorar el chocolate, como así también sus duros confites, sin importar ensuciar su vestimenta cubierta de harapos.
Nuevamente, pasaba por el mismo puesto que veinticuatro horas atrás le había hecho probar aquel manjar, y se le hacía agua la boca. Recordó por un momento lo feliz que había sido, aunque ahora sabía muy bien que se había equivocado. A fin de cuentas, ya era una persona grande y a duras penas había aprendido la lección. En adelante sería un trabajador muy responsable y no permitiría de ninguna manera que la empresa de la que formaba parte quebrara por su culpa.
La reunión llevaba ya unos veinte minutos de comenzada, pero a juzgar por lo controversial de la discusión, ninguno de los presentes descreería si se les dijera que en rigor de verdad habían pasado, más bien, horas.
Todos allí eran sumamente conscientes –por más que no se lo hiciera explícito- que el rumbo de la empresa se definiría en aquella tertulia, cuestión que contagiaba de una alta carga de tensión a cada uno de sus integrantes. Con sólo mencionar que se encontraba latente la posibilidad de quiebra y, en consecuencia, la pérdida el negocio, resultaba ello motivo suficiente para que ganen terreno el temor y el nerviosismo.
En aquel momento se encontraba siendo fuertemente indagado el ejecutivo de tesorería y finanzas, quien sin exhibir a la vista aliado alguno, procuraba defender su posición de inocente respecto de un faltante en la contabilidad del día anterior, de lo cual se lo acusaba. El individuo no cesaba de sudar y se tomaba la cabeza constantemente con sus temblorosas manos. Los minutos transcurrían y la escena se repetía, tal como si se tratara de una cíclica secuencia perteneciente película italiana de los años cincuenta.
Finalmente, y ante una ineludible carencia de solución al conflicto financiero que los aquejaba, los presentes comenzaron a rodear al trabajador. El principal accionista de la empresa lo increpó, por última vez y en muy malos términos, a confesar de inmediato su culpabilidad, sin embargo, el ejecutivo no se atrevió a emitir contestación alguna.
En consecuencia, y como era de esperarse en este tipo de empresas, dos corpulentos individuos que se desempeñaban como principal mano de obra calificada impartieron justicia por sus propios medios, tomando por el cuello al tesorero y apretando sus puños con todo ímpetu. El cigarrillo que sostenía encendido este último en su mano derecha cayó al piso y comenzó a rodar.
Un funcionario perteneciente al servicio de correo postal, que se encontraba viajando en el vagón contiguo, alcanzó a ver la escena por la puerta de vidrio que dividía su compartimiento del perteneciente al coche furgón e ingresó precipitadamente a este último, gritando: “¡Por favor, suelten a ese niño!”.
Fortuitamente, el tren se detuvo en la estación de tren de Liniers y los dos menores que intentaban ahorcar al tercero se esfumaron rápidamente. El pequeño, herido, comenzó a toser.
- ¿Quién está a cargo de esta criatura? –gritó el hombre del correo.
- El pibe está a mi cargo, soy su tutor –replicó el principal accionista de la empresa.
- ¿Cuántos años tenés vos, nene? –quiso saber esta vez, dirigiéndose directamente al precoz ejecutivo de finanzas.
- Nueve –el pequeño volvió a toser mientras se tomaba la garganta.
El caballero miró fijamente al tutor, e intuyó por su aspecto que este último no tendría más de diecisiete o dieciocho años, aunque pareciera mayor.
- ¿Y quiénes son los padres de este chico? ¿Dónde vive?
- Dejá de hacer tantas preguntas y tomatelá porque vas a tener problemas… –sugirió amenazantemente el accionista, exhibiendo la punta de una cuchilla que tenía guardada en algún sitio de su pantalón.
Paralizado, y temiendo peligrar su vida, al pasajero no le quedó otra opción que intentar olvidar el suceso y regresar al vagón en el que se encontraba antes del irrefrenable episodio descripto.
Una vez a solas, el accionista le entregó a su pupilo una caja repleta de estampitas con imágenes religiosas:
- Mirá, ya que con la guita sos un desastre, vamos a ver si esta vez te ponés las pilas y hacés las cosas que yo te digo. Hoy te toca a vos repartirlas, y ojo, que no quiero que vuelvas a hacer cagadas. Yo me voy a ocupar de encontrar a tus dos hermanos, que no sé adónde mierda dispararon.
El pequeño tomó la caja asintiendo, sin dirigirle la mirada ni amagar siquiera a replicarle, y fue perdiéndose a lo largo de los vagones del tren. Con lentitud comenzó a distribuir cada una de las estampitas, tosiendo entre la muchedumbre, que en su gran mayoría le guardaba indiferencia anhelando regresar cuanto antes del trabajo a sus hogares. Al recoger una a una de las tantas ilustraciones que le fueron devueltas sin limosna a cambio, el ejecutivo –ahora en el rol de obrero- se preguntó cuánto de milagroso podría tener aquella imagen que ahora guardaba en sus manos, y en todo caso, si alguna vez haría algún milagro por él. A diferencia de los demás pasajeros, la jornada laboral del pequeño recién estaba comenzando.
Al pasar la estación de Caballito recordó felizmente cómo el día anterior, luego de recibir la recaudación de limosnas de sus hermanos, había corrido tan libre como impunemente a comprarse un huevo de pascuas del tamaño de uno de avestruz, que hacía tiempo anhelaba más que cualquier otra cosa en el mundo. Nunca había tenido aquella golosina en sus suaves manos, ni por supuesto, en su pequeña boca. Cuando lo desenvolvió, atinó a romperlo inmediatamente, pues se relamía de curiosidad por saber qué contenía en su interior y qué era lo que provocaba semejante ruido al agitarlo. Tardó apenas unos segundos en devorar el chocolate, como así también sus duros confites, sin importar ensuciar su vestimenta cubierta de harapos.
Nuevamente, pasaba por el mismo puesto que veinticuatro horas atrás le había hecho probar aquel manjar, y se le hacía agua la boca. Recordó por un momento lo feliz que había sido, aunque ahora sabía muy bien que se había equivocado. A fin de cuentas, ya era una persona grande y a duras penas había aprendido la lección. En adelante sería un trabajador muy responsable y no permitiría de ninguna manera que la empresa de la que formaba parte quebrara por su culpa.