Sepa por qué aquella cena resultó la última
El mozo pidió permiso entre los comensales y se acercó rápidamente para tomarnos el pedido. Levantó su brazo derecho con el fin de llamar la atención y calmar el bullicio. Cuando el jolgorio lo permitió, y ganó el silencio entre la treintena de personas hambrientas allí presentes, el primero en ordenar fue, lógicamente, nuestro jefe:
- A mí traeme un lenguado al roquefort, por favor. ¿Y vos qué vas a cenar? –señaló con el índice a su secretaria, exhibiendo su aparatoso reloj a toda la mesa.
- Yo quiero unos sorrentinos con salsa mixta –contestó Tamara, dirigiéndose directamente al camarero.
A continuación, fuimos haciendo lo propio uno a uno de los empleados. El ranking de los platos más solicitados lo encabezaban las milanesas, luego le seguía el asado y más atrás, las pastas. El mesero iba tomando nota de todos los pedidos con cierta rapidez, en una libretita que apoyaba sobre su bandeja.
Al llegar el momento de querer conocer qué deseaba pedir el Sr. Marconi, éste se tomó todo su tiempo en pensar qué plato iba a ordenar, lo que evidentemente impacientaba al mozo, pues no cesaba de dar pequeños y reiterados golpecitos de lapicera sobre su anotador.
El Sr. Marconi era el empleado de mayor edad, antigüedad y –después de mí- era el más respetado en la planta, hecho –este último- llamativo, pues siempre se caracterizó por ser un pobre terco. Incluso, su sueldo era considerablemente más bajo que el de muchos de nosotros, aún teniendo más de veinte años en la empresa. Indudablemente, lo que hacía ganarse el respeto de los demás, era su seguridad: cada vez que se le preguntaba algo, el cristo respondía con sumo convencimiento. Ello siempre me ocasionó un terrible fastidio, pues en más de una oportunidad pude sorprenderlo mintiendo impunemente en relación a diferentes cuestiones, ya sea, económicas, climáticas, deportivas y astrológicas, entre otras. Pero lo cierto es que este hablador, con el correr de los años, se fue convirtiendo en, algo así, como el consejero espiritual de la empresa.
De más está decir, que con este individuo hacía meses que no cruzábamos una palabra, sin embargo, los insólitos avatares del destino quisieron que aquella noche nos encontremos sentados uno frente al otro.
- No podría comer yo hoy otra cosa que no sea un buen plato de tallarines con crema y queso rallado –ordenó pausadamente.
En seguida, la gran mayoría de los presentes –que se encontraban atentos a lo que Marconi encargaría, quiso saber el motivo de aquel pedido tan preciso.
- Lógicamente, porque mañana madrugo –les hizo saber el muy rufián.
¿Pero qué estaba diciendo? Aquello no tenía ningún tipo de lógica. ¿Quién podría tomar con seriedad una respuesta como aquella? Además, sólo un estúpido pediría una salsa “con queso rallado”, pues es obvio –para quienes tenemos un mínimo de cultura gastronómica- que dicho lácteo de acompañamiento es traído habitualmente en un recipiente llamado “quesera”, sin necesidad de pedirlo separadamente.
Atiné a mirar con complicidad a mis compañeros, pero lejos de resultarles elocuente, contemplaban al Sr. Marconi inmutados, con gran admiración. Los siguientes en ordenar solicitaron al mozo, también, “un plato de tallarines con crema y queso rallado”, cada uno. De inmediato, la noticia comenzó a circular de uno en uno hasta llegar a oídos de los compañeros sentados al otro extremo de la mesa, quienes ya habían ordenado previamente. Éstos quisieron saber el motivo de aquella maniática tendencia.
- ¡Porque mañana madrugamos! –respondieron todos los de mi sector, casi a unísono. Entonces ellos también rectificaron su pedido, cambiándolo por el mismo plato que los demás, y la cuestión no tardó en llegar también a oídos del jefe, que se encontraba charlando alegremente con su secretaria Tamara, por lo que suspendió automáticamente el lenguado, y pidió un plato de tallarines “bien grande” con crema y queso de rallar, pues tenía que madrugar mucho más que el resto al día siguiente. En cambio yo, como es propio de un tipo de mi notable personalidad, pedí un matambre a la pizza tiernizado.
- ¿No madrugás mañana vos? –quiso saber Tamara.
- Sí, por supuesto, madrugo mucho. Tengo que estar a las 8:30 en la planta de Pilar.
- ¿Y entonces por qué no te pedís unos tallarines como los demás? –preguntó con cierta preocupación.
La observé con algunos aires de preponderancia e inmediatamente me tomé la cabeza.
- A ver, te lo voy a explicar para que lo entiendas. Mirá hacia fuera, por la ventana. ¿Qué ves? –interrogué. Ves una avenida, con autos, muchos autos, y también camiones, taxis y colectivos, que circulan a altas velocidades. ¿A quién se le ocurriría comer pasta en una avenida por dónde circulan tantos autos? Si ánimo de ofender, opino que ustedes son todos unos kamikazes.
A partir de allí, pude ver a la perfección cómo el rostro de la secretaria se iba transformando lentamente. Marconi podía ser un tipo respetado en la empresa, pero esta vez yo iba a vencerlo, y con su misma moneda. De pronto, observé de reojo cómo ella le susurraba algo al jefe, y cómo este en seguida llamó al mozo para cambiar los tallarines por un matambre a la pizza tiernizado. De inmediato una serie de susurros comenzaron a circular a través de la larga mesa. Todos fueron llamando al mozo y por lo bajo, casi con disimulo, rectificaron su pedido por uno semejante al mío.
De inmediato observé a Marconi con desmedida fijación. Sin embargo, él esquivaba mi mirada y fumaba sin parar, como si se trajera algo entre manos. Cuando por fin apagó su cigarro, pidió permiso y se levantó en dirección al toilette, silenciosamente. La victoria –una vez más- era mía, no cabía duda de ello. Ya podía imaginarlo en el baño, llorando como una niña, mirándose al espejo y pensando: «Ya nadie me respeta como antes; soy un completo fracasado».
Para sorpresa de todos, los minutos transcurrían y el petulante comenzó a tardar en regresar, y ya empezaba a ser comentario de boca de todos: ¿le habrá pasado algo? ¿estará bien? ¿nos acercamos a ver si necesita algo?
El camarero pidió permiso, nuevamente, entre los comensales, y sirvió los 27 platos de matambre a la pizza tiernizado y el plato de tallarines con crema y queso rallado, este último ingrediente servido en una quesera, tal como lo adelanté perspicazmente. Pero Marconi no volvía, y nadie estaba dispuesto a empezar a cenar sin él. Yo, lejos de ello, saboreaba el matambre, que sabía exquisito. Me jacté, entonces, de mi buen gusto. Por fin, cuando dos compañeros se dispusieron a ir en su rescate, lo vieron regresar por sus propios medios sano y salvo.
- El día está terrible: no se puede estar del calor. Menos mal que fui al baño a refrescarme, porque de otra manera jamás podría empezar a disfrutar de mi comida –se adelantó a exclamar sin que se le llegase a preguntar nada, y tomó los cubiertos.
Entonces, lógicamente y como era de esperarse, todos concluyeron en que el calor era abrumador y les impediría disfrutar de sus platos, lo que ameritaba tomarse el tiempo necesario como para refrescarse. Así, fueron levantándose de a poco –la mayoría sin haber comenzado a cenar- y caminaron con disimulo en dirección al toilette. Pero la situación ya se había tornado –a toda vista- indisimulable, pues la cola llegaba hasta casi la puerta del local entorpeciendo el paso al resto de los comensales del restaurant, como así también, a los mozos.
Así las cosas, al observar detenidamente a mi alrededor, noté que los únicos que permanecíamos sentados en la mesa, frente a frente, éramos Marconi y yo, quienes esta vez sostuvimos nuestras miradas amenazantes, fijándolas uno al otro, al punto ya de lanzarnos rayos desde los ojos.
Cuando fueron regresando de refrescarse todos los presentes, ya dispuestos a comer sus fríos platos, mi genio se iluminó y puse en marcha un nuevo plan: atiné a adelantar mi trasero en la silla, recostando mi espalda y mi cabeza sobre el respaldo, siempre con mucho sigilo, hasta lograr desprenderme del asiento, y caer debajo de la mesa, donde permanecí oculto de los demás.
Imaginé a Marconi apretando fuertemente su puño en señal de triunfo, pensando: «El muy cobarde se esconde, la victoria es mía », pero lo cierto es que la realidad era otra: me encontraba jugando mi última carta. Escuché desde la oscuridad que alguien preguntaba por mí. En rigor de verdad, eran más de uno quienes pronunciaban mi nombre. Desde allí –entre las penumbras- yo podía ver cómo la mano de mi jefe se deslizaba entre las piernas de su secretaria –y viceversa-, cómo mi compañera Sofía se guardaba los sobrecitos de sal en su cartera y cómo el Tata Voglio –un sobrio empleado administrativo- pegaba sus mucosidades bajo la silla, pero nada de ello me importaba. Cuando percibí que mi ausencia ya causaba preocupación suficiente en lo demás, como para que mi nombre se pronunciara reiteradas veces, grité desde mis suburbios:
- ¡Acá estoy! ¡Acá! ¡Debajo de la mesa! –pudiendo ver cómo se conformaban aleatorias ventanitas de claridad, ocasionadas por los curiosos que levantaban el mantel.
- ¿Y por qué te metiste ahí? ¿Te pasa algo? –quiso saber mi jefe, y dicho sea de paso, por aquel entonces ya se encontraban todas las cabezas de los empleados asomadas debajo de la mesa, con excepción de una, que ya podía imaginar cuál era y cómo estaría hirviendo de cólera.
- ¡Por los cuetes! –grité agazapado.
Y los presentes, sin reparar, primero: en que estábamos en septiembre, segundo: en que nos encontrábamos lejos de cualquier fecha festiva o acontecimiento deportivo, y tercero: que nos hallábamos en un restaurant, fingían caérseles algún cubierto o elemento personal para agacharse sin retorno. Otros, simplemente se iban deslizando sin disimulo hasta quedar en la oscuridad del bajo techo de la mesa, permaneciendo perfectamente escondidos junto a mí.
Llegó un momento en el que todos –menos uno- estábamos ahí acurrucados, ya prácticamente no entrábamos y apenas se podía respirar, pero sin embargo, nos aprisionábamos bien –algunos nos tomábamos de las manos- y con ello nos sentíamos seguros de los cuetes. En especial, quien se sentía más a salvo parecía ser el jefe, pues se había adherido a Tamara, hundiendo su cabeza en los inmensos pechos de la secretaria.
Cuando la transpiración y los hedores de todos se fusionaban formando fétidas fragancias, una fuerte voz irrumpió desde algún rincón del restaurante:
- ¡Sangre! ¡Alguien que llame a algún médico urgente, por favor!
No pudimos evitar asomarnos, y lo que vimos nos dejó absortos del asombro: Marconi yacía desvanecido en el piso con sus brazos y manos ensangrentados y su rostro pálido. Las mesas volaron por los aires cuando todos nos paramos instantáneamente y rodeamos al ruin moribundo. Entonces maldije a su madre, a su hermana, a su familia, a todas las especies de aves que habitan este mundo, y por último, blasfemé.
- Señor Marconi, díganos algo, por favor. –susurró el jefe al tiempo que su secretaria le acomodaba la bragueta.
- Infelices… ¿Cómo pretenden valorar esta hermosa vida sin experimentar la maravillosa sensación de quitársela? –fueron ellas sus últimas palabras antes de desvanecerse para toda la eternidad.
Y como la empresa siempre ha fomentado, entre sus mayores pilares, la importancia del valor de la vida, el jefe fue el primero en ponerle el pecho a las balas, afrontar la situación, tomar un cuchillo y hundirlo sobre sus venas. Lo que se suscitó a continuación nada tiene que envidiar a una tragedia de Shakespeare: a nuestro jefe lo siguió –lógicamente- Tamara, y luego, cada uno de mis compañeros de trabajo, todos con sus cuchillos, desangrándose. Bueno, en realidad, todos excepto yo, por supuesto. De haberlo hecho, no se lo estaría contando, señor Juez. Créame. Es la pura verdad y la única realidad de los hechos.
Ahora bien, respecto de las declaraciones del resto de los testigos, que manifiestan que yo asesiné a todo el personal por no haber sido invitado a la cena cuatrimestral de la empresa, le digo que esas son puras pavadas, inventadas exclusivamente por celos. Imagine, una persona de mi entidad, con lo que se me respeta y se me ha respetado siempre, ¿podría pensarse semejante atrocidad proveniente de mí? Le juro y recontrajuro, Su Señoría, que lo que le estoy relatando es la pura verdad de cómo sucedieron las cosas. Por lo que pudiera restar declarar, de aquí en adelante, lo dejo en manos de mi abogado. Confío en su sano criterio para juzgar. Será Justicia.
- A mí traeme un lenguado al roquefort, por favor. ¿Y vos qué vas a cenar? –señaló con el índice a su secretaria, exhibiendo su aparatoso reloj a toda la mesa.
- Yo quiero unos sorrentinos con salsa mixta –contestó Tamara, dirigiéndose directamente al camarero.
A continuación, fuimos haciendo lo propio uno a uno de los empleados. El ranking de los platos más solicitados lo encabezaban las milanesas, luego le seguía el asado y más atrás, las pastas. El mesero iba tomando nota de todos los pedidos con cierta rapidez, en una libretita que apoyaba sobre su bandeja.
Al llegar el momento de querer conocer qué deseaba pedir el Sr. Marconi, éste se tomó todo su tiempo en pensar qué plato iba a ordenar, lo que evidentemente impacientaba al mozo, pues no cesaba de dar pequeños y reiterados golpecitos de lapicera sobre su anotador.
El Sr. Marconi era el empleado de mayor edad, antigüedad y –después de mí- era el más respetado en la planta, hecho –este último- llamativo, pues siempre se caracterizó por ser un pobre terco. Incluso, su sueldo era considerablemente más bajo que el de muchos de nosotros, aún teniendo más de veinte años en la empresa. Indudablemente, lo que hacía ganarse el respeto de los demás, era su seguridad: cada vez que se le preguntaba algo, el cristo respondía con sumo convencimiento. Ello siempre me ocasionó un terrible fastidio, pues en más de una oportunidad pude sorprenderlo mintiendo impunemente en relación a diferentes cuestiones, ya sea, económicas, climáticas, deportivas y astrológicas, entre otras. Pero lo cierto es que este hablador, con el correr de los años, se fue convirtiendo en, algo así, como el consejero espiritual de la empresa.
De más está decir, que con este individuo hacía meses que no cruzábamos una palabra, sin embargo, los insólitos avatares del destino quisieron que aquella noche nos encontremos sentados uno frente al otro.
- No podría comer yo hoy otra cosa que no sea un buen plato de tallarines con crema y queso rallado –ordenó pausadamente.
En seguida, la gran mayoría de los presentes –que se encontraban atentos a lo que Marconi encargaría, quiso saber el motivo de aquel pedido tan preciso.
- Lógicamente, porque mañana madrugo –les hizo saber el muy rufián.
¿Pero qué estaba diciendo? Aquello no tenía ningún tipo de lógica. ¿Quién podría tomar con seriedad una respuesta como aquella? Además, sólo un estúpido pediría una salsa “con queso rallado”, pues es obvio –para quienes tenemos un mínimo de cultura gastronómica- que dicho lácteo de acompañamiento es traído habitualmente en un recipiente llamado “quesera”, sin necesidad de pedirlo separadamente.
Atiné a mirar con complicidad a mis compañeros, pero lejos de resultarles elocuente, contemplaban al Sr. Marconi inmutados, con gran admiración. Los siguientes en ordenar solicitaron al mozo, también, “un plato de tallarines con crema y queso rallado”, cada uno. De inmediato, la noticia comenzó a circular de uno en uno hasta llegar a oídos de los compañeros sentados al otro extremo de la mesa, quienes ya habían ordenado previamente. Éstos quisieron saber el motivo de aquella maniática tendencia.
- ¡Porque mañana madrugamos! –respondieron todos los de mi sector, casi a unísono. Entonces ellos también rectificaron su pedido, cambiándolo por el mismo plato que los demás, y la cuestión no tardó en llegar también a oídos del jefe, que se encontraba charlando alegremente con su secretaria Tamara, por lo que suspendió automáticamente el lenguado, y pidió un plato de tallarines “bien grande” con crema y queso de rallar, pues tenía que madrugar mucho más que el resto al día siguiente. En cambio yo, como es propio de un tipo de mi notable personalidad, pedí un matambre a la pizza tiernizado.
- ¿No madrugás mañana vos? –quiso saber Tamara.
- Sí, por supuesto, madrugo mucho. Tengo que estar a las 8:30 en la planta de Pilar.
- ¿Y entonces por qué no te pedís unos tallarines como los demás? –preguntó con cierta preocupación.
La observé con algunos aires de preponderancia e inmediatamente me tomé la cabeza.
- A ver, te lo voy a explicar para que lo entiendas. Mirá hacia fuera, por la ventana. ¿Qué ves? –interrogué. Ves una avenida, con autos, muchos autos, y también camiones, taxis y colectivos, que circulan a altas velocidades. ¿A quién se le ocurriría comer pasta en una avenida por dónde circulan tantos autos? Si ánimo de ofender, opino que ustedes son todos unos kamikazes.
A partir de allí, pude ver a la perfección cómo el rostro de la secretaria se iba transformando lentamente. Marconi podía ser un tipo respetado en la empresa, pero esta vez yo iba a vencerlo, y con su misma moneda. De pronto, observé de reojo cómo ella le susurraba algo al jefe, y cómo este en seguida llamó al mozo para cambiar los tallarines por un matambre a la pizza tiernizado. De inmediato una serie de susurros comenzaron a circular a través de la larga mesa. Todos fueron llamando al mozo y por lo bajo, casi con disimulo, rectificaron su pedido por uno semejante al mío.
De inmediato observé a Marconi con desmedida fijación. Sin embargo, él esquivaba mi mirada y fumaba sin parar, como si se trajera algo entre manos. Cuando por fin apagó su cigarro, pidió permiso y se levantó en dirección al toilette, silenciosamente. La victoria –una vez más- era mía, no cabía duda de ello. Ya podía imaginarlo en el baño, llorando como una niña, mirándose al espejo y pensando: «Ya nadie me respeta como antes; soy un completo fracasado».
Para sorpresa de todos, los minutos transcurrían y el petulante comenzó a tardar en regresar, y ya empezaba a ser comentario de boca de todos: ¿le habrá pasado algo? ¿estará bien? ¿nos acercamos a ver si necesita algo?
El camarero pidió permiso, nuevamente, entre los comensales, y sirvió los 27 platos de matambre a la pizza tiernizado y el plato de tallarines con crema y queso rallado, este último ingrediente servido en una quesera, tal como lo adelanté perspicazmente. Pero Marconi no volvía, y nadie estaba dispuesto a empezar a cenar sin él. Yo, lejos de ello, saboreaba el matambre, que sabía exquisito. Me jacté, entonces, de mi buen gusto. Por fin, cuando dos compañeros se dispusieron a ir en su rescate, lo vieron regresar por sus propios medios sano y salvo.
- El día está terrible: no se puede estar del calor. Menos mal que fui al baño a refrescarme, porque de otra manera jamás podría empezar a disfrutar de mi comida –se adelantó a exclamar sin que se le llegase a preguntar nada, y tomó los cubiertos.
Entonces, lógicamente y como era de esperarse, todos concluyeron en que el calor era abrumador y les impediría disfrutar de sus platos, lo que ameritaba tomarse el tiempo necesario como para refrescarse. Así, fueron levantándose de a poco –la mayoría sin haber comenzado a cenar- y caminaron con disimulo en dirección al toilette. Pero la situación ya se había tornado –a toda vista- indisimulable, pues la cola llegaba hasta casi la puerta del local entorpeciendo el paso al resto de los comensales del restaurant, como así también, a los mozos.
Así las cosas, al observar detenidamente a mi alrededor, noté que los únicos que permanecíamos sentados en la mesa, frente a frente, éramos Marconi y yo, quienes esta vez sostuvimos nuestras miradas amenazantes, fijándolas uno al otro, al punto ya de lanzarnos rayos desde los ojos.
Cuando fueron regresando de refrescarse todos los presentes, ya dispuestos a comer sus fríos platos, mi genio se iluminó y puse en marcha un nuevo plan: atiné a adelantar mi trasero en la silla, recostando mi espalda y mi cabeza sobre el respaldo, siempre con mucho sigilo, hasta lograr desprenderme del asiento, y caer debajo de la mesa, donde permanecí oculto de los demás.
Imaginé a Marconi apretando fuertemente su puño en señal de triunfo, pensando: «El muy cobarde se esconde, la victoria es mía », pero lo cierto es que la realidad era otra: me encontraba jugando mi última carta. Escuché desde la oscuridad que alguien preguntaba por mí. En rigor de verdad, eran más de uno quienes pronunciaban mi nombre. Desde allí –entre las penumbras- yo podía ver cómo la mano de mi jefe se deslizaba entre las piernas de su secretaria –y viceversa-, cómo mi compañera Sofía se guardaba los sobrecitos de sal en su cartera y cómo el Tata Voglio –un sobrio empleado administrativo- pegaba sus mucosidades bajo la silla, pero nada de ello me importaba. Cuando percibí que mi ausencia ya causaba preocupación suficiente en lo demás, como para que mi nombre se pronunciara reiteradas veces, grité desde mis suburbios:
- ¡Acá estoy! ¡Acá! ¡Debajo de la mesa! –pudiendo ver cómo se conformaban aleatorias ventanitas de claridad, ocasionadas por los curiosos que levantaban el mantel.
- ¿Y por qué te metiste ahí? ¿Te pasa algo? –quiso saber mi jefe, y dicho sea de paso, por aquel entonces ya se encontraban todas las cabezas de los empleados asomadas debajo de la mesa, con excepción de una, que ya podía imaginar cuál era y cómo estaría hirviendo de cólera.
- ¡Por los cuetes! –grité agazapado.
Y los presentes, sin reparar, primero: en que estábamos en septiembre, segundo: en que nos encontrábamos lejos de cualquier fecha festiva o acontecimiento deportivo, y tercero: que nos hallábamos en un restaurant, fingían caérseles algún cubierto o elemento personal para agacharse sin retorno. Otros, simplemente se iban deslizando sin disimulo hasta quedar en la oscuridad del bajo techo de la mesa, permaneciendo perfectamente escondidos junto a mí.
Llegó un momento en el que todos –menos uno- estábamos ahí acurrucados, ya prácticamente no entrábamos y apenas se podía respirar, pero sin embargo, nos aprisionábamos bien –algunos nos tomábamos de las manos- y con ello nos sentíamos seguros de los cuetes. En especial, quien se sentía más a salvo parecía ser el jefe, pues se había adherido a Tamara, hundiendo su cabeza en los inmensos pechos de la secretaria.
Cuando la transpiración y los hedores de todos se fusionaban formando fétidas fragancias, una fuerte voz irrumpió desde algún rincón del restaurante:
- ¡Sangre! ¡Alguien que llame a algún médico urgente, por favor!
No pudimos evitar asomarnos, y lo que vimos nos dejó absortos del asombro: Marconi yacía desvanecido en el piso con sus brazos y manos ensangrentados y su rostro pálido. Las mesas volaron por los aires cuando todos nos paramos instantáneamente y rodeamos al ruin moribundo. Entonces maldije a su madre, a su hermana, a su familia, a todas las especies de aves que habitan este mundo, y por último, blasfemé.
- Señor Marconi, díganos algo, por favor. –susurró el jefe al tiempo que su secretaria le acomodaba la bragueta.
- Infelices… ¿Cómo pretenden valorar esta hermosa vida sin experimentar la maravillosa sensación de quitársela? –fueron ellas sus últimas palabras antes de desvanecerse para toda la eternidad.
Y como la empresa siempre ha fomentado, entre sus mayores pilares, la importancia del valor de la vida, el jefe fue el primero en ponerle el pecho a las balas, afrontar la situación, tomar un cuchillo y hundirlo sobre sus venas. Lo que se suscitó a continuación nada tiene que envidiar a una tragedia de Shakespeare: a nuestro jefe lo siguió –lógicamente- Tamara, y luego, cada uno de mis compañeros de trabajo, todos con sus cuchillos, desangrándose. Bueno, en realidad, todos excepto yo, por supuesto. De haberlo hecho, no se lo estaría contando, señor Juez. Créame. Es la pura verdad y la única realidad de los hechos.
Ahora bien, respecto de las declaraciones del resto de los testigos, que manifiestan que yo asesiné a todo el personal por no haber sido invitado a la cena cuatrimestral de la empresa, le digo que esas son puras pavadas, inventadas exclusivamente por celos. Imagine, una persona de mi entidad, con lo que se me respeta y se me ha respetado siempre, ¿podría pensarse semejante atrocidad proveniente de mí? Le juro y recontrajuro, Su Señoría, que lo que le estoy relatando es la pura verdad de cómo sucedieron las cosas. Por lo que pudiera restar declarar, de aquí en adelante, lo dejo en manos de mi abogado. Confío en su sano criterio para juzgar. Será Justicia.