Back-up de textos de Germán Navas

Espacio que utilizo para mantener a salvo todo lo que escribo: cuentos, notas periodísticas, poesías, letras de canciones, fórmulas, historietas y recetas de cocina. Seguramente sea mi espacio más íntimo en la Web, por eso te pido discreción.

jueves, agosto 16, 2007

El día que fui último

He caído a cuenta que en todo este último tiempo de narrador me he estado ocupando -a través de hazañas, gestas, logros, aventuras y proezas a las que mis cuentos referencian- de hacer demasiado alarde respecto de ciertos rasgos de mi personalidad, que no son más que aquellos que todos ya conocen, y que al mismo tiempo, me caracterizan. No quisiera entrar en detalle por una cuestión, más bien, de modestia. Sin ir más lejos, siento también que todas aquellas geniales y fantásticas epopeyas de las que suelo servirme para estructurar mis relatos no muestran, tan solo, más que una pequeña parte de mí. O diciéndolo de otro modo, enseñan una de las dos caras de la moneda, la faz visible de una luna que vive ocultando tras sí toda su oscuridad. Pero ya me abrumó la idea de que mis cuentos reflejen solamente uno de los costados de este autor –el costado lumínico-, y que al concluir la narración –y lo digo con total modestia- muchos terminen exclamando, o meditando para sí: ¡qué genial, este tipo!
Quienes hayan leído otros de mis cuentos ya se habrán regocijado con cada uno de los relatos: recordarán la vez que les conté acerca del hombre que cataba el vino con sus testículos, la ocasión en que sorprendí a Harry Potter en el supermercado comprando palmitos, el día en que salí a comprar canelones y entré en shock, aquel deporte llamado “mimotenis”, donde los jugadores vibraban en un partido de tenis sin pelota –es decir, construyendo la mímica de los golpes-, la ciudad donde todos los automovilistas piensan que mientras manejan pisan bebés, etcétera. Podría pincelar líneas y líneas de simples enumeraciones meramente ilustrativas, pero mi temor a teñirme de petulancia, me lleva a hacer un alto en el asunto.
Considero –ya profundizando aún más sobre la línea que comencé a trazar- que así como no existe felicidad que no se haya nutrido en algún momento del dolor, tampoco podemos llegar a tener conciencia del triunfo cuando aún no hemos atravesado los vastos senderos de la frustración. Y si de frustración se trata, comenzaré diciendo que mis épocas más sombrías tuvieron auge en plena etapa de pubertad, de desarrollo hormonal, y por momentos no pongo en duda que lo vivenciado en dicha etapa haya dejado enormes huellas que permanecen en el presente, pues como les decía, he tenido que superar estas frustraciones para convertirme en quien hoy soy.
Cuando se entra en la pubertad, uno va descubriendo pequeñas cosas que nos hacen grandes seres, y no solamente grandes, sino que nos hacen respetables. En mis tiempos de purrete, el respeto se ganaba salivando a larga distancia, eructando el abecedario completo, trepándose a la copa de un árbol en cuestión de segundos, dibujando obscenidades en el pizarrón o sobre todas las cosas, jugando talentosamente a la pelota.
Señores, sepan ustedes que he nacido absolutamente falto de una cualidad que considero primordial en todo hombre, y que otros compañeros y amigos sí fueron cultivando desde pequeños: soy, y siempre lo fui, un pésimo jugador de fútbol. Y para un jovenzuelo en procura de dejar atrás sus últimas artimañas de niño, e ingresar al mundo de la pubertad, hace falta que sepa dominar –al menos en lo básico- dicho deporte. Allí, el origen, el abecé de mi única y gran frustración.
En el marco de la escuela, el momento oportuno para demostrar este mencionado talento solía ser, en primer lugar, los recreos, donde armábamos pequeños balones a partir de bollos de papel –hojas número tres arrancadas de las carpetas de nuestras compañeras- recubiertas en su totalidad por una cinta scotch obtenida secretamente del armario de la maestra. Otro ámbito clave para exteriorizar este tipo de habilidades deportivas era, sin lugar a duda, la clase de educación física, donde el noventa por ciento de las ocasiones jugábamos fútbol. ¡Y qué partidos solíamos armar en gimnasia!
Sin embargo, comencé a notar con el paso de los años que cuando nos disputábamos estos ilustres encuentros, ningún compañero de equipo me pasaba jamás la pelota, como si yo no estuviera presente en la cancha, como si jugaran con uno menos, pero reconozco que yo tampoco les pedía que me la entregaran, pues lo más probable es que la perdiera o que ejecute un mal pase, por lo que trataba de franquear desapercibido, con la ofuscación de querer ser mejor sin poder si quiera frenar a un delantero o acertar un pase.
A medida que fue pasando el tiempo, probé desempeñarme en todos los puestos existentes: en sexto grado de arquero (fui un colador), en séptimo grado y primer año, de defensor (no paré ni al colectivo), el año siguiente, de volante (más que volante, era un manubrio de bicicleta), y por último, de goleador (más bien, resulté goleador de goles en contra).
Así las cosas, no me quedaba otra que resignarme a considerarme un niño diferente a otros. Diferente en el mal sentido de la palabra. Discriminado. Nadie quería tenerme nunca en su equipo. Si debido al número impar de compañeros resultaba imposible armar dos grupos parejos en número de jugadores, era factible que sea yo el “elegido” a salir. No había más nada por hacer al respecto. Era el típico “madera”, “ojota”, “aparato”, “tronco”, “patadura”, y todas esas cosas que suelen describir a quien no cuenta con una sólida formación e instrucción técnica en el deporte fútbol.
Lo más duro de todo es que yo amaba el fútbol, me apasionaba. Mi viejo me hizo fanático de Boca y me contagió toda la locura y el fervor por la pelota. Digamos que si a mí nada de esto me interesara, poco influiría en mi desarrollo personal mi condición de mejor o peor deportista. Pero yo no lo sentía así. Era vital para mí poder desempeñarme correctamente como jugador, cosa que jamás –y de veras que lo intenté- he conseguido.
Un hecho típico que solía suscitarse durante las clases de educación física era el siguiente: los dos mejores jugadores de la división arrimaban lentamente sus pies en forma de línea, al ritmo del “pan y queso”, y quien pisaba primero al otro, comenzaba por escoger a un compañero, el cual pasaría a integrar su equipo. Luego, seguirían eligiendo en forma alternada, de a un jugador por vez cada uno. Naturalmente, primero se elegían a los mejores, y poco a poco iba quedando el material descartable. En la generalidad de los casos, el último de los presentes no era elegido, su nombre no era pronunciado jamás, sino que automáticamente se incorporaba en una de las escuadras como un sombrío rezagado.
Si bien yo era muy malo –y estoy siendo generoso conmigo mismo con dicho adjetivo- tenía la suerte de que existieran siempre dos niños aún más madera que yo, que eran elegidos con posterioridad a mí: el primero de ellos, Paco –apodado “el rengo” por razones obvias-, y el segundo, Felipe, apodado “el maricón”, también por razones obvias. Respecto del primer caso, Paco había nacido con una pierna mucho más larga que la otra, lo que lo obligaba a caminar con inusitada dificultad, y siempre se la pasaba diciéndonos que estaba próximo a operarse, mientras que ello –todos sabíamos- era un deseo de él, y como tal, jamás ocurría; y en lo que concierne a Felipe, éste se la pasaba observando las mariposas, corriendo pajaritos, y escapando velozmente cada vez que el balón se le acercaba, como una oveja que huye despavoridamente del la amenaza de una jauría de lobos. En resumen, de los más “normales”, yo era el peor de todos.
Hubo un día en el que, por algún motivo, Paco había faltado a clase, y a Felipe lo había tenido que venir a buscar su mamá porque había sido picado por una abeja en el codo izquierdo y se había echado a llorar desconsoladamente durante horas. Pues bien, al llegar la hora de gimnasia, yo sabía lo que acontecería. Los dos mejores irían, nuevamente, al ritmo del “pan y queso”, a elegir los integrantes de cada equipo. Me percataba perfectamente de lo que me esperaba, y aquello tan irremediable por fin tuvo que llegar ese día, como un veloz y arrollador tren al que se lo ha estado esperando por horas. Y el tren pasó y me arrolló, y la angustia que sentí en aquel momento aún creo poder sentirla en la piel con solo pensarlo. Me desmoralicé por completo, ese día me convertí en desecho, en el material absolutamente descartable del curso, en la sobra. Por si no quedó claro –y me avergüenza decirlo-: ese día fui el último en ser elegido.
Del partido, poco y nada retengo en mi memoria. Cuanto más malo se es, más difícil resulta poder disfrutar participar de un encuentro de fútbol, aunque sea en el patio de un colegio. Si habitualmente jugaba en forma deplorable, aquel día lo hice peor que nunca en mi vida, porque me había tocado ser el más malo de todos, y la moral había teñido todo mi cuerpo con sus escabrosos desaires.
Tengo que aclarar –a más de todo- que jamás recibí grandes insultos ni menoscabos por parte de mis compañeros, más allá de mis apodos. Ellos, al igual que yo, sabían que sobre lo que Dios nos dio o nos privó a cada uno de nosotros, el hombre no tiene demasiado por alterar. Por tal razón, la resignación era mutua, y llegaba al punto que, usualmente, era alentado cuando daba un pase bien, o las veces que me tocaba ir al arco, cuando atrapaba una pelota. ¡Bien, Ger! –me decían. Y yo explotaba, porque solamente a mí me festejaban ese tipo de jugadas, que para el resto eran jugadas normales. Aquello me hacía peor, y podía darme cuenta.
El día que me tocó ser elegido último recuerdo haber llegado a casa llorando. Mi mamá me abrazó inmediatamente e intentó consolarme como pudo.
-Tesoro… pensá que a los otros chicos no les va tan bien como a vos en la escuela, y ninguno de esos que anotan tantos goles, como decís, tiene tus notas. ¿Y qué me decís de las olimpíadas de lengua? Nadie más que vos fue premiado por sus cuentos.
La verdad es que a mi vieja la amo, todo lo que ella me decía en cierto sentido me tranquilizaba, pero siento que nunca pude hacerle entender del todo que a mí no me interesaba resolver cálculos matemáticos rápidamente, conocer de memoria las veintitrés provincias argentinas, saber quién fue San Martín, o qué día murió Belgrano, ser premiado en las olimpíadas de lengua, ni ser elegido delegado del curso. Yo quería jugar bien a la pelota, nada más, tan simple como eso, pero no. Tan sencillo que parece, pero fue algo inalcanzable para el resto de mi vida.
Tenía que conformarme con dibujar, en las horas de plástica, un horrible partido de fútbol –porque además era pésimo para dibujar, pero eso no importaba al lado de no saber gambetear-, donde un jugador de facciones desproporcionadas gritaba fervorosamente un gol. Y bien sabía que ese jugador era yo mismo, la estrella del equipo, el que los llevaba a la victoria a todos esos hombrecitos deformes y descoloridos. Siempre dibujando fútbol, y dale, con el fútbol. Eso me hacía sentir mejor, al menos por un rato, al punto que hoy conservo todos esas decadentes ilustraciones, que las tengo delante de mí, y que de hecho, son las que me inspiraron a sacar a luz todo aquello que vengo narrando.
No podría dejar de mencionar que a su vez, contaba yo con una enorme aptitud para los videojuegos, allí sí que era bueno corriendo, saltando, cabeceando, atajando, eludiendo, anotando goles. Seguramente, el placer desmesurado que me causaba ganarle a mis compañeros con el joystick en mano, intentaba –en algún lugar de mí- remendar los huecos generados por la elemental carencia aptitudinal sobre la que vengo haciendo hincapié.
Es probable que lo peor de mi etapa de pubertad haya sido el momento en el que llegaba la noche y yo soñaba. Siempre soñaba que hacía el gol más importante de mi vida, y que lo festejaba, y que el equipo corría a abrazarme y me levantaban entre todos, y la hinchada coreaba mi nombre. Luego despertaba, y otra vez los vientos de la frustración que se habían instalado en mí resoplaban cada vez con mayor presión vendavales de impotencia.
Ahora puedo ver todo ello a la distancia, pero no podría decir que con absoluta objetividad, pues observo todos estos dibujos e inmediatamente comienzo a percibir sensaciones disímiles en mi organismo. Y hoy precisamente, que mi herramienta de trabajo es la palabra, pienso en todo lo acontecido durante aquella etapa de mi vida, y no puedo evitar caer en la creencia de que cuando tenga un hijo –si ese día llegase alguna vez- no estoy seguro de querer convertirlo en un fanático del fútbol como me tocó ser convertido a mí. No quisiera que se vea expuesto a sufrir la misma impotencia que sufrí yo, las mismas frustraciones y desazones por culpa de un estúpido balón. Que escuche buena música, que sea lector, que se sociabilice con sus amiguitos como pueda, y disfrute de lo que él realmente elija disfrutar, que –claro está- estoy convencido que será el fútbol, tal como lo habrán sentido su padre y el mío.

1 Comments:

  • At 6:02 p. m., Anonymous Anónimo said…

    Era muy malo jugando al futbol, por eso llegue a odiarlo, odio el futbol!!!
    Me aburre, me cansa, prefiero estar haciendo otra cosa o nada, pero mirar futbol, no...
    Cuando juega Argentina me entusiasmo y disfruto de la competencia, solo porque esta en juego la bandera, el honor de mi pais futbolero, no bien nos hechan del mundial... el futbol deja de existir para mi....soy feliz sin futbol, porque soy feliz sin mandioca o sin cerveza, o con almendras y muchas nueces, o pelado, o cansado..soy muy malo jugando, peor que Germán, prefiero la branca menta con sevenapp..jeje!

    DEK

     

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