De amor y trasgresión
Algunos de ustedes podrán acusarme de faltar a la sinceridad, de exceder el límite de veracidad que habita en los sucesos a los que mis relatos refieren, cargándolos –renglón a renglón- de las más artificiales emociones. Puede, en cierto modo, que mis acusadores tengan razón. No los voy a contrariar. Por tal motivo, es muy probable que muchos de los diálogos, lugares, personajes, o circunstancias que vaya a describir a continuación no encuentren estricto correlato respecto de la realidad de los hechos, comenzando por el sitio en donde se desarrolla mi historia: Escobar.
Tal como imaginarán los incrédulos, escojo “Escobar”, como tranquilamente podría haber aludido a “Luján”, “Parque Chas”, “Chajarí”, o al sitio que en lo espontáneo surja remitirme. Pero sin embargo, preferiría remontarme a Escobar –más precisamente a la feria de la Plaza de Escobar- como puntapié inicial de la esotérica y apasionada vivencia en la que tocó verme envuelto.
Transcurrió hace catorce años: yo tenía para aquel entonces veintitrés. Dejo que lector efectúe el cálculo, por sus propios medios, y obtenga sus conclusiones acerca de mi actual edad. Ocurrió un domingo por la mañana. También –pensarán ustedes- pudo haber acontecido un jueves al mediodía, pero mi historia no tendría el mismo efecto sobre el lector de no haber transcurrido durante la tempranez dominical, precisamente, porque representa el momento de la semana en que las ferias artesanales irrumpen con mayor frenesí sobre la usual serenidad que caracteriza a los parques. Recuerdo bien que los extranjeros, con sus exóticos acentos y sus modernas vestimentas contrastaban con la geografía del lugar, revoloteando sus cámaras fotográficas por doquier y retratando el intenso movimiento comercial-artesanal matutino. Muchos lugareños paseaban a sus perros, cargaban sus mates de yerba, o bien, disfrutaban reposar boca arriba, relajados sobre el césped de la plaza, en procura de recibir aquellos intermitentes rayos de sol tan apreciables para el momento del año que solemos llamar: pleno invierno.
Mi ánimo -podría decirse- no era el mejor: habían transcurrido sólo diez días desde la tragedia de mi padre, aunque también pudo haber sido una semana, no cambiaría mucho la historia. Yo buscaba distraerme, pensar en otra cosa, perderme entre la muchedumbre, sentirme uno más de la multitud que domingo a domingo respiraba el aire frío a la intemperie de la plaza. Me resultaba muy difícil poder llegar a distinguir qué era lo que cada stand se encontraba exhibiendo, pues el número de personas que circulaba por el caminito de puestos artesanales superaba tajantemente la capacidad de lugar. Pero como mi intención no se resumía en comprar artesanías, caminaba simplemente, carente de preocupaciones. Calculo que, tras cuarenta o cincuenta minutos de dar vueltas sin un rumbo fijo, llevaría atravesados quince stands –que pudieron haber sido veinte o veinticinco, si el lector así lo requiriese-. De pronto, al llegar al punto final donde concluía el paseo observé un peculiar puesto totalmente vacío de clientes. No sólo de clientes, sino de mercadería, pues sobre el mostrador no parecía hallarse ningún producto en exhibición. Tan solo permanecía colgado un letrero de cartón –cuyo contenido no pude distinguir- tras el cual aguardaba un señor anciano sentado pacíficamente sobre una silla construida con troncos.
No tengo en claro si por una cuestión de curiosidad o de lástima, o quizás por ambas sensaciones, me acerqué lentamente al puesto, donde el viejo me dio la bienvenida delineando una ligera sonrisa que tendía a ahogarse dentro de aquel mar de arrugas. Miré fijamente el cartel: “Adquiera ya su póliza de seguro para no sufrir por amor”, decía.
- ¿Desea contratar un seguro para no sufrir por amor, caballero? –lo primero que pensé fue: “el hombre de las arrugas habla”.
Nuevamente, no sé si por lástima, curiosidad, o lo que el lector considere que pude haber sentido en aquel momento, respondí: -¿Y en qué consiste exactamente ese seguro?
- Usted podrá involucrarse con la cantidad de mujeres que desee, y hacer y deshacer relaciones a su parecer, sin una gota de sufrimiento.
- ¿Y cuánto cuesta ese seguro? –atiné a saber.
- Su precio no se estima en dinero, sino que usted deberá desprenderse de algo de valor que lleve consigo y entregármelo en mano.
- ¿Algo como qué? No tengo muchas cosas de valor encima. No traje reloj, mi vestimenta es totalmente ordinaria… no creo que pueda darle algo que le pueda servir de utilidad –abrí mi billetera para advertir de cuánto dinero disponía, y tal vez con ello tentarlo. Encontré guardada una foto de mi papá que llevaba conmigo desde el día en que decidió quitarse la vida. –Tengo una foto de mi padre, fallecido recientemente. Para mí tiene un valor importantísimo, pero para usted…
- Perfecto –me interrumpió. Con ello me es suficiente. Déme la foto y yo a cambio le entregaré su seguro.
No logré comprender exactamente dónde radicaba la ganancia del anciano. Si no hacía aquello por dinero, qué era entonces lo que lo movilizaba a tal empresa, y sobre todas las cosas, para qué querría él conservar un minúsculo retrato de mi padre.
- Aquí tiene su póliza. Léala –extendió un papel manuscrito sobre el mostrador y tomó cuidadosamente la foto que yo había apoyado allí, colocando esta última dentro de un sobre amarillento.
- Dígame, respecto de la tercera cláusula, ¿por qué motivo debería yo indicar el nombre de la mejor amante que he tenido? ¿Es una cargada? –pregunté con fastidio.
- En el amor no existe el seguro contra todo riesgo. Si sigue leyendo, verá que no quedan cubiertas todas las contingencias amorosas que usted pueda llegar a experimentar. Tiene una excepción, y esa excepción es, precisamente, la mujer que indique en la tercera cláusula. Por lo demás, quédese tranquilo que va a estar cubierto.
“Gabriela A. Tuscani”, escribí. No sé –hoy por hoy- si mi vida hubiese cambiado habiendo escrito un nombre falso: “Micaela T. Borghi”, “Eleonora M. Danunzio”, sin embargo, decidí encarar el contrato con absoluta franqueza. Después de todo, había entregado algo muy significante para mí y no iba a tomarme todo el asunto tan a la ligera.
Gabriela había sido mi primera novia, en rigor de verdad, representó mucho más que el rótulo de “novia”, no sólo fue la primera persona que besé, sino la mujer que me introdujo en los húmedos y apasionantes avatares del sexo. Con ella conocí el verdadero amor, o lo que es mejor, lo fuimos conociendo juntos, ya que yo también fui su primer hombre. Por aquel entonces, mi familia aún no se había mudado a Escobar, sino que vivíamos todos juntos en un modesto departamento en Córdoba. Ella tenía un año menos que yo: dieciséis -el lector podrá descifrar cuál era mi edad, esta vez con menor dificultad-. No creo que valga la pena detenerme en el día a día de nuestra relación, ni en cómo nos conocimos, ni en qué sentíamos uno por el otro, pues existen cosas que nos son imposibles ponerlas en palabras, o en todo caso, y paradójicamente, podríamos escribir tomos enteros acerca de ello. Por lo tanto, me remitiré a señalar que a los dos años y ocho meses de conocernos, mi padre tuvo que ser transferido a la base de desarrollo militar de Escobar, y todos fuimos a parar aquí. Con Gabriela nos prometimos y perjuramos amor eterno, y seguir siempre juntos. Sin embargo, el tiempo nos fue tirano y ante la real imposibilidad de poder viajar a Córdoba o ella venir a Buenos Aires, decidimos –con todo el dolor del mundo- poner coto a nuestro proyecto de vida, dejar de seguir sufriendo, y continuar nuestros rumbos en forma independiente. A partir de allí, nada más supe de ella. Si bien fui superándolo paulatinamente, reconozco que seguí amontonando en el alma heridas que tardaron años en cicatrizar.
Pero volviendo a mi historia, a la que quiero contar, cerré -por fin- trato con el viejo, y decidí marcharme. Previo a hacerlo, me advirtió: -Si el seguro falla, por haber caído en las garras de su antiguo amor, me vuelve a ver, y yo le devuelvo la foto.
"Dudo mucho que eso pase, pobre tipo iluso" –pensé.
Luego de tamaña experiencia, comencé a sentir que el seguro daba resultado. Conocí en Escobar decenas de mujeres, algunas de ellas realmente hermosas, llegando incluso a involucrarme fuertemente. Compuse relaciones de noviazgo, y así como las compuse las deshice, o bien, muchas fueron deshechas sin mi expreso consentimiento. Jamás sufrí ninguna de todas esas rupturas. Y todo se lo debía –hasta el momento- a mi Póliza de seguro para no sufrir por amor.
A los veinticinco años de edad conocí a Viviana, una compañera de trabajo, con quien tras mantener en secreto una relación íntima durante seis meses, decidimos encausar juntos un verdadero noviazgo. Ello me hacía sentir realmente bien. Sin dudas, yo día a día me iba convenciendo que aquella sería la persona con quien finalmente contraería matrimonio.
Nos fuimos a vivir juntos, y al poco tiempo, ambos renunciamos a nuestros trabajos para instalar en sociedad una nueva empresa de informática. Claro, que me faltó decir que ambos somos ingenieros en sistemas. Y éste es un detalle de mi historia que no podría cambiarlo por ningún otro. Ni bomberos, ni abogados, ni maestros, ni empleados públicos. Ingenieros en sistemas.
Les decía que las cosas con Viviana marchaban extraordinariamente, la empresa creció con mayor rapidez de lo pensado, al punto de tener que inaugurar sucursales en diferentes puntos del país. No podíamos pedir más de la vida. Al año y medio de haber iniciado nuestra convivencia y de instalar la empresa de informática, surgió la necesidad de viajar a Córdoba a firmar dos contratos de locación de franquicia en dicha provincia y como ambos sabíamos muy bien que yo me había criado en aquella ciudad, decidimos de mutuo acuerdo que sería yo quien emprendería tal ruedo.
Recordé con cierta nostalgia -durante las ocho horas y media de micro- diversas anécdotas que me habían tocado de pequeño, y luego de adolescente, en mis viejos pagos, y por supuesto recordé a Gabriela. ¿Qué sería de su vida? ¿Se habría casado? ¿Tendría hijos? ¿Seguiría viviendo en el mismo dúplex de la calle Emerson 1422?
Al salir de la terminal, tomé un taxi que me llevó directamente al sitio donde iba a instalarse la franquicia. Me recibieron muy cordialmente, y luego de firmar los contratos y recibir humildemente cada uno de los elogios que diversos empresarios impartían hacia mi persona, volví –nuevamente en taxi- hacia la terminal de micros. Todo había sido resuelto más rápido de lo previsto y aún restaban tres horas –aproximadamente- para la próxima salida a Escobar. Comenzó a dar vueltas en mi cabeza la idea de ir a visitar a Gabriela. Su teléfono ya no lo tenía, pero sí recordaba dónde vivía, y ello era a tan solo cinco cuadras de allí. Intenté disuadir mis pensamientos leyendo un periódico regional y husmeando, cada tanto, el noticiero que se proyectaba en un antiguo televisor, mientras tomaba un café –que pudo haber sido un licuado o un jugo de naranja- en el bar de la terminal. Pero no podía desprenderme de la idea de verla, entonces me obsesioné. ¿Cómo sería ella doce años después? Pedí la cuenta, pagué, tomé mi pequeño equipaje de mano y me retiré del bar.
La semana pasada viajé a Escobar después de varios meses. Visité a mi madre y a mi hermana, y decidí de una vez por todas, afrontar mi realidad y visitar al viejo de la feria, el mismo que hacía algunos años me había vendido el seguro. Caminé diez cuadras, y allí estaba, siempre lleno de arrugas. Tuve la impresión que me reconoció inmediatamente, y no estaba equivocado. Antes que yo le dijera una palabra, estiró su brazo devolviéndome la foto de mi padre que yo le había entregado hace ocho años, aquella tan pequeña, con su expresión de sufrido y su uniforme militar.
- Usted, ¿cómo lo sabía? ¿Cómo sabía que iba a terminar casándome con mi primer amor?
- Porque el amor, así como la transgresión, van de la mano –respondió desde su lugar. Y no son más que las dos caras de una misma moneda. Esa moneda, es nuestro corazón.
- No llego a entenderle…
- Nadie puede escapar de las garras del verdadero amor, del único amor que los seres humanos experimentamos, que es uno solo: aquel que nos marcó. Todo lo que sentimos luego de ello, es una estúpida creencia, nos mentimos. Nos decimos a nosotros mismos: “Estoy enamorado, estoy enamorado, estoy enamorado…”, pero en verdad nos enceguecemos, y no nos interesa darnos cuenta que jamás habrá otra alma como la que nos marcó de por vida. Y por otro lado, usted firmó una póliza, un seguro que lo cubría en todo, excepto en un solo supuesto llamado “Gabriela A. Tuscani”. Es decir, que usted trasgredió la póliza, sencillamente, porque está en el afán del ser humano transgredir, gozar del placer de lo prohibido. Cuando uno es niño y se nos dice: “No tocar”, allí es donde vamos y tocamos, porque es algo que llevamos innato, todos los hombres del mundo. Se eso se trata, de amor y transgresión.
Comprendí entonces por qué aquel pobre anciano permanecía cada día de su vida sentado en una feria, explicándole lo mismo que acababa de revelarme a cada alma reincidente. La respuesta es, sencillamente, porque el viejo llegó a comprender el amor, y es ésta la única virtud que nos hace sabios a los seres humanos.
En este preciso instante me encuentro dentro del humilde departamento que alquilamos en Córdoba, sentado frente a mi escritorio, relatando lo acontecido –que ahora ya conocen y anhelo que crean- y viendo cómo Gabriela intenta hacer dormir a nuestra pequeña beba. Nunca llegué a hablarle acerca de la póliza, ni del seguro, ni de la feria de Escobar, ni del viejo arrugado. Estimo ser ésta una buena oportunidad para hacerlo.
De más está decir que toda mi fortuna material y mi empresa de informática fueron relegadas como resarcimiento a mi antigua pareja. Sin embargo, la pérdida económica en nada afectó a mi espíritu, sino por el contrario, me convertí en el hombre más afortunado del mundo y no puedo pedir nada más de la vida. Sé lo que es el verdadero amor, y tengo conmigo a la mujer que amo: Gabriela A. Tuscani de Navas.
Tal como imaginarán los incrédulos, escojo “Escobar”, como tranquilamente podría haber aludido a “Luján”, “Parque Chas”, “Chajarí”, o al sitio que en lo espontáneo surja remitirme. Pero sin embargo, preferiría remontarme a Escobar –más precisamente a la feria de la Plaza de Escobar- como puntapié inicial de la esotérica y apasionada vivencia en la que tocó verme envuelto.
Transcurrió hace catorce años: yo tenía para aquel entonces veintitrés. Dejo que lector efectúe el cálculo, por sus propios medios, y obtenga sus conclusiones acerca de mi actual edad. Ocurrió un domingo por la mañana. También –pensarán ustedes- pudo haber acontecido un jueves al mediodía, pero mi historia no tendría el mismo efecto sobre el lector de no haber transcurrido durante la tempranez dominical, precisamente, porque representa el momento de la semana en que las ferias artesanales irrumpen con mayor frenesí sobre la usual serenidad que caracteriza a los parques. Recuerdo bien que los extranjeros, con sus exóticos acentos y sus modernas vestimentas contrastaban con la geografía del lugar, revoloteando sus cámaras fotográficas por doquier y retratando el intenso movimiento comercial-artesanal matutino. Muchos lugareños paseaban a sus perros, cargaban sus mates de yerba, o bien, disfrutaban reposar boca arriba, relajados sobre el césped de la plaza, en procura de recibir aquellos intermitentes rayos de sol tan apreciables para el momento del año que solemos llamar: pleno invierno.
Mi ánimo -podría decirse- no era el mejor: habían transcurrido sólo diez días desde la tragedia de mi padre, aunque también pudo haber sido una semana, no cambiaría mucho la historia. Yo buscaba distraerme, pensar en otra cosa, perderme entre la muchedumbre, sentirme uno más de la multitud que domingo a domingo respiraba el aire frío a la intemperie de la plaza. Me resultaba muy difícil poder llegar a distinguir qué era lo que cada stand se encontraba exhibiendo, pues el número de personas que circulaba por el caminito de puestos artesanales superaba tajantemente la capacidad de lugar. Pero como mi intención no se resumía en comprar artesanías, caminaba simplemente, carente de preocupaciones. Calculo que, tras cuarenta o cincuenta minutos de dar vueltas sin un rumbo fijo, llevaría atravesados quince stands –que pudieron haber sido veinte o veinticinco, si el lector así lo requiriese-. De pronto, al llegar al punto final donde concluía el paseo observé un peculiar puesto totalmente vacío de clientes. No sólo de clientes, sino de mercadería, pues sobre el mostrador no parecía hallarse ningún producto en exhibición. Tan solo permanecía colgado un letrero de cartón –cuyo contenido no pude distinguir- tras el cual aguardaba un señor anciano sentado pacíficamente sobre una silla construida con troncos.
No tengo en claro si por una cuestión de curiosidad o de lástima, o quizás por ambas sensaciones, me acerqué lentamente al puesto, donde el viejo me dio la bienvenida delineando una ligera sonrisa que tendía a ahogarse dentro de aquel mar de arrugas. Miré fijamente el cartel: “Adquiera ya su póliza de seguro para no sufrir por amor”, decía.
- ¿Desea contratar un seguro para no sufrir por amor, caballero? –lo primero que pensé fue: “el hombre de las arrugas habla”.
Nuevamente, no sé si por lástima, curiosidad, o lo que el lector considere que pude haber sentido en aquel momento, respondí: -¿Y en qué consiste exactamente ese seguro?
- Usted podrá involucrarse con la cantidad de mujeres que desee, y hacer y deshacer relaciones a su parecer, sin una gota de sufrimiento.
- ¿Y cuánto cuesta ese seguro? –atiné a saber.
- Su precio no se estima en dinero, sino que usted deberá desprenderse de algo de valor que lleve consigo y entregármelo en mano.
- ¿Algo como qué? No tengo muchas cosas de valor encima. No traje reloj, mi vestimenta es totalmente ordinaria… no creo que pueda darle algo que le pueda servir de utilidad –abrí mi billetera para advertir de cuánto dinero disponía, y tal vez con ello tentarlo. Encontré guardada una foto de mi papá que llevaba conmigo desde el día en que decidió quitarse la vida. –Tengo una foto de mi padre, fallecido recientemente. Para mí tiene un valor importantísimo, pero para usted…
- Perfecto –me interrumpió. Con ello me es suficiente. Déme la foto y yo a cambio le entregaré su seguro.
No logré comprender exactamente dónde radicaba la ganancia del anciano. Si no hacía aquello por dinero, qué era entonces lo que lo movilizaba a tal empresa, y sobre todas las cosas, para qué querría él conservar un minúsculo retrato de mi padre.
- Aquí tiene su póliza. Léala –extendió un papel manuscrito sobre el mostrador y tomó cuidadosamente la foto que yo había apoyado allí, colocando esta última dentro de un sobre amarillento.
- Dígame, respecto de la tercera cláusula, ¿por qué motivo debería yo indicar el nombre de la mejor amante que he tenido? ¿Es una cargada? –pregunté con fastidio.
- En el amor no existe el seguro contra todo riesgo. Si sigue leyendo, verá que no quedan cubiertas todas las contingencias amorosas que usted pueda llegar a experimentar. Tiene una excepción, y esa excepción es, precisamente, la mujer que indique en la tercera cláusula. Por lo demás, quédese tranquilo que va a estar cubierto.
“Gabriela A. Tuscani”, escribí. No sé –hoy por hoy- si mi vida hubiese cambiado habiendo escrito un nombre falso: “Micaela T. Borghi”, “Eleonora M. Danunzio”, sin embargo, decidí encarar el contrato con absoluta franqueza. Después de todo, había entregado algo muy significante para mí y no iba a tomarme todo el asunto tan a la ligera.
Gabriela había sido mi primera novia, en rigor de verdad, representó mucho más que el rótulo de “novia”, no sólo fue la primera persona que besé, sino la mujer que me introdujo en los húmedos y apasionantes avatares del sexo. Con ella conocí el verdadero amor, o lo que es mejor, lo fuimos conociendo juntos, ya que yo también fui su primer hombre. Por aquel entonces, mi familia aún no se había mudado a Escobar, sino que vivíamos todos juntos en un modesto departamento en Córdoba. Ella tenía un año menos que yo: dieciséis -el lector podrá descifrar cuál era mi edad, esta vez con menor dificultad-. No creo que valga la pena detenerme en el día a día de nuestra relación, ni en cómo nos conocimos, ni en qué sentíamos uno por el otro, pues existen cosas que nos son imposibles ponerlas en palabras, o en todo caso, y paradójicamente, podríamos escribir tomos enteros acerca de ello. Por lo tanto, me remitiré a señalar que a los dos años y ocho meses de conocernos, mi padre tuvo que ser transferido a la base de desarrollo militar de Escobar, y todos fuimos a parar aquí. Con Gabriela nos prometimos y perjuramos amor eterno, y seguir siempre juntos. Sin embargo, el tiempo nos fue tirano y ante la real imposibilidad de poder viajar a Córdoba o ella venir a Buenos Aires, decidimos –con todo el dolor del mundo- poner coto a nuestro proyecto de vida, dejar de seguir sufriendo, y continuar nuestros rumbos en forma independiente. A partir de allí, nada más supe de ella. Si bien fui superándolo paulatinamente, reconozco que seguí amontonando en el alma heridas que tardaron años en cicatrizar.
Pero volviendo a mi historia, a la que quiero contar, cerré -por fin- trato con el viejo, y decidí marcharme. Previo a hacerlo, me advirtió: -Si el seguro falla, por haber caído en las garras de su antiguo amor, me vuelve a ver, y yo le devuelvo la foto.
"Dudo mucho que eso pase, pobre tipo iluso" –pensé.
Luego de tamaña experiencia, comencé a sentir que el seguro daba resultado. Conocí en Escobar decenas de mujeres, algunas de ellas realmente hermosas, llegando incluso a involucrarme fuertemente. Compuse relaciones de noviazgo, y así como las compuse las deshice, o bien, muchas fueron deshechas sin mi expreso consentimiento. Jamás sufrí ninguna de todas esas rupturas. Y todo se lo debía –hasta el momento- a mi Póliza de seguro para no sufrir por amor.
A los veinticinco años de edad conocí a Viviana, una compañera de trabajo, con quien tras mantener en secreto una relación íntima durante seis meses, decidimos encausar juntos un verdadero noviazgo. Ello me hacía sentir realmente bien. Sin dudas, yo día a día me iba convenciendo que aquella sería la persona con quien finalmente contraería matrimonio.
Nos fuimos a vivir juntos, y al poco tiempo, ambos renunciamos a nuestros trabajos para instalar en sociedad una nueva empresa de informática. Claro, que me faltó decir que ambos somos ingenieros en sistemas. Y éste es un detalle de mi historia que no podría cambiarlo por ningún otro. Ni bomberos, ni abogados, ni maestros, ni empleados públicos. Ingenieros en sistemas.
Les decía que las cosas con Viviana marchaban extraordinariamente, la empresa creció con mayor rapidez de lo pensado, al punto de tener que inaugurar sucursales en diferentes puntos del país. No podíamos pedir más de la vida. Al año y medio de haber iniciado nuestra convivencia y de instalar la empresa de informática, surgió la necesidad de viajar a Córdoba a firmar dos contratos de locación de franquicia en dicha provincia y como ambos sabíamos muy bien que yo me había criado en aquella ciudad, decidimos de mutuo acuerdo que sería yo quien emprendería tal ruedo.
Recordé con cierta nostalgia -durante las ocho horas y media de micro- diversas anécdotas que me habían tocado de pequeño, y luego de adolescente, en mis viejos pagos, y por supuesto recordé a Gabriela. ¿Qué sería de su vida? ¿Se habría casado? ¿Tendría hijos? ¿Seguiría viviendo en el mismo dúplex de la calle Emerson 1422?
Al salir de la terminal, tomé un taxi que me llevó directamente al sitio donde iba a instalarse la franquicia. Me recibieron muy cordialmente, y luego de firmar los contratos y recibir humildemente cada uno de los elogios que diversos empresarios impartían hacia mi persona, volví –nuevamente en taxi- hacia la terminal de micros. Todo había sido resuelto más rápido de lo previsto y aún restaban tres horas –aproximadamente- para la próxima salida a Escobar. Comenzó a dar vueltas en mi cabeza la idea de ir a visitar a Gabriela. Su teléfono ya no lo tenía, pero sí recordaba dónde vivía, y ello era a tan solo cinco cuadras de allí. Intenté disuadir mis pensamientos leyendo un periódico regional y husmeando, cada tanto, el noticiero que se proyectaba en un antiguo televisor, mientras tomaba un café –que pudo haber sido un licuado o un jugo de naranja- en el bar de la terminal. Pero no podía desprenderme de la idea de verla, entonces me obsesioné. ¿Cómo sería ella doce años después? Pedí la cuenta, pagué, tomé mi pequeño equipaje de mano y me retiré del bar.
La semana pasada viajé a Escobar después de varios meses. Visité a mi madre y a mi hermana, y decidí de una vez por todas, afrontar mi realidad y visitar al viejo de la feria, el mismo que hacía algunos años me había vendido el seguro. Caminé diez cuadras, y allí estaba, siempre lleno de arrugas. Tuve la impresión que me reconoció inmediatamente, y no estaba equivocado. Antes que yo le dijera una palabra, estiró su brazo devolviéndome la foto de mi padre que yo le había entregado hace ocho años, aquella tan pequeña, con su expresión de sufrido y su uniforme militar.
- Usted, ¿cómo lo sabía? ¿Cómo sabía que iba a terminar casándome con mi primer amor?
- Porque el amor, así como la transgresión, van de la mano –respondió desde su lugar. Y no son más que las dos caras de una misma moneda. Esa moneda, es nuestro corazón.
- No llego a entenderle…
- Nadie puede escapar de las garras del verdadero amor, del único amor que los seres humanos experimentamos, que es uno solo: aquel que nos marcó. Todo lo que sentimos luego de ello, es una estúpida creencia, nos mentimos. Nos decimos a nosotros mismos: “Estoy enamorado, estoy enamorado, estoy enamorado…”, pero en verdad nos enceguecemos, y no nos interesa darnos cuenta que jamás habrá otra alma como la que nos marcó de por vida. Y por otro lado, usted firmó una póliza, un seguro que lo cubría en todo, excepto en un solo supuesto llamado “Gabriela A. Tuscani”. Es decir, que usted trasgredió la póliza, sencillamente, porque está en el afán del ser humano transgredir, gozar del placer de lo prohibido. Cuando uno es niño y se nos dice: “No tocar”, allí es donde vamos y tocamos, porque es algo que llevamos innato, todos los hombres del mundo. Se eso se trata, de amor y transgresión.
Comprendí entonces por qué aquel pobre anciano permanecía cada día de su vida sentado en una feria, explicándole lo mismo que acababa de revelarme a cada alma reincidente. La respuesta es, sencillamente, porque el viejo llegó a comprender el amor, y es ésta la única virtud que nos hace sabios a los seres humanos.
En este preciso instante me encuentro dentro del humilde departamento que alquilamos en Córdoba, sentado frente a mi escritorio, relatando lo acontecido –que ahora ya conocen y anhelo que crean- y viendo cómo Gabriela intenta hacer dormir a nuestra pequeña beba. Nunca llegué a hablarle acerca de la póliza, ni del seguro, ni de la feria de Escobar, ni del viejo arrugado. Estimo ser ésta una buena oportunidad para hacerlo.
De más está decir que toda mi fortuna material y mi empresa de informática fueron relegadas como resarcimiento a mi antigua pareja. Sin embargo, la pérdida económica en nada afectó a mi espíritu, sino por el contrario, me convertí en el hombre más afortunado del mundo y no puedo pedir nada más de la vida. Sé lo que es el verdadero amor, y tengo conmigo a la mujer que amo: Gabriela A. Tuscani de Navas.
3 Comments:
At 4:23 p. m., Lalita said…
muy buenoo!!!
como andas?
soy lau, la amiga de ceci... por las dudas jajaaaa
PD: ¿acariciamos el ukelele? jajaja
At 12:50 p. m., Anónimo said…
Arquímedes
At 4:22 p. m., El Negro said…
Ger...estas del moño, sabelo!
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