Misa y Música
Ayer asistí a una misa en la que se conmemoraba un año desde la muerte de mi abuelo. Me llamó la atención que habiéndose llevado a cabo la ceremonia en un templo de culto católico, el grueso de mis familiares allí presentes profesaban el judaísmo. Paradójico, si se quiere. Y yo, que me abstengo de cualquier injerencia religiosa en mi vida, mientras esperaba el comienzo de la ceremonia, logré sacar cálculos de que hacía diez años, más o menos, que no pisaba una iglesia. No obstante ello, cuando el clérigo comenzó a dirigir la misa, me fueron despertando, poco a poco, aquellas huellas grabadas en alguna parte de mí, producto de los años de instrucción cristiana recibidos a lo largo de mi educación primaria y secundaria. Comencé a rememorar con cierta nostalgia todo lo vivido en mis precoces clases de catecismo, llegando incluso a añorar lo que significó mi primera comunión. En el momento en que resonaron los inaugurales cantares de iglesia, entoné con fervor –y respeto- cada una de las melodías dirigidas al Señor: “Osana”, “Toma mi vida nueva”, “Un buen pastor”, entre otras. Intenté esforzarme por afinar y cantar claramente, modulando cada músculo y aflojando las cuerdas vocales, tal como me lo pedía un viejo profesor en las épocas en que tomaba clases de canto. Yo me encontraba situado en uno de los bancos más cercanos al altar, y el resto de mi familia reposaba detrás mío, de modo que yo no los podía ver a ellos, pero ellos sí podían verme a mí. Cuando la ceremonia concluyó, y una vez que pudimos reunirnos todos fuera de la capilla, mis familiares se me acercaron, me palmearon, unos me abrazaron, otros me besaron, y finalmente me preguntaron si había recuperado la fe en Dios. Esa misma fe que había perdido sensiblemente con el devenir de los últimos años. Les contesté en forma negativa. Simplemente, canté todas esas canciones con tanta vocación y tanto esmero, por respeto a la música. Porque yo amo la música, y ella es mi única religión, y lo será siempre. Y no puedo permitirme faltarle el respeto descuidando mi entonación, sólo por el hecho de no estar de acuerdo con el contenido de aquellas devotas letras, o bien, por carecer su mensaje de cualquier significancia, de acuerdo a mis fieles convicciones. De otra forma, ello sería traicionarme, faltarme el respeto. Sentí una pequeña desazón cuando pude darme cuenta de que mis familiares no lograron comprender lo que yo intentaba transmitirles. Pero luego entendí. Así como yo no soy creyente, ellos no son músicos. Y sobre todas las cosas, rescato algo muy positivo de la experiencia vivida en el día de ayer: todos nosotros salimos de aquel gigantesco lugar místico con el alma llena. Mientras unos tienen el Dios hebreo, y otros tienen el Dios católico, yo tengo el Dios músico.
2 Comments:
At 3:50 p. m., Anónimo said…
BIEN GER, siempre nos dimos cuenta que sobre ciertos temas sentiamos lo mismo, este es uno de esos temas, la musica es mi dios tambien, y nada se le parece, ocupa un lugar muy especial en mi vida, nunca me traiciona y es una amante cumplidora, me protege y me invita a divertirme, a expresarme y a sentir, a ver y a amar. Me convierte en el que quiero ser, aunque sea por un rato, me acerca a mi, como un espejo, me muestra quien soy.
Cantemos a duo una plegaria a nuestro DIOS.
At 7:03 a. m., Anónimo said…
Coincido plenamente contigo. No es casualidad que la música (como otras expresiones artísticas) hayan sido usadas por las diferentes religiones, corrientes políticas o de pensamiento para llegar a la gente. Aún vos con tus convicciones o yo con las mías repetimos letras de cosas que distan de lo que realmente pensamos como repetimos las tablas de multiplicar de memoria. Eso es lo que han logrado al usar el arte como medio...
Besos, te quiero
C
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