Back-up de textos de Germán Navas

Espacio que utilizo para mantener a salvo todo lo que escribo: cuentos, notas periodísticas, poesías, letras de canciones, fórmulas, historietas y recetas de cocina. Seguramente sea mi espacio más íntimo en la Web, por eso te pido discreción.

domingo, abril 09, 2017

Ella que marcha


                        Las remeras turquesas se agrisan con el pesar de las nubes. Hoy no salió el sol y la mayoría de los elementos de la naturaleza huelen a leña mojada. Mis pies son el pegote del asfalto húmedo, mientras voy abriéndome paso a lo largo del hormiguero de manifestantes. Permiso.
            Observo, en mi interior, que estoy militando otra causa, no voy a mentirme: hace varias semanas que no sé nada de ella y comencé a extrañarla mucho; días y noches enteras pensándola. Y ese pálpito de que ella también estaría aquí marchando me significó algo así como una movilización dentro de otra movilización. Permiso, compañero, gracias.
            Avanzo buscándola en todas las direcciones posibles. Para colmo, la convocatoria fue muy buena, lo que dificultará mi tarea. ¿Dónde estará metida? Aun no sé qué voy a decirle cuando nos crucemos. Permiso, gracias. Ensayo palabras y frases sueltas. Un paso, una palabra; dos pasos, una frase; tres pasos, una palabra; cuatro pasos, otra frase.
            Allá arriba va oscureciendo y eso me ayudará a encontrarla más fácilmente. A ella, que tiene brillo propio. Los carteles, las pancartas, comienzan a humedecerse a causa de un rocío molesto que pronto será lluvia. ¿Qué sucedió que dejamos de vernos, de hablar? Me invaden unas ganas de encontrarla, abrazarla, besarla y llenarla de preguntas sobre su vida. Pienso retener cada mínimo detalle de lo que me cuente hasta el punto de convertirlo en propio.
            Aprieto el paso, permiso, permiso, permiso, y me protejo la cabeza cubriéndome con la capucha. A medida que corren los minutos, la luna se acrecienta pero apenas puede distinguirse entre las nubes que polarizan el cielo. Camino con la vista hacia abajo, hoy no quiero saludar a nadie que no sea ella. Todavía no hay señales, pero ya va a aparecer entre la espesura. Nunca falta a ninguna lucha, por lo que imagino que debe estar al frente de la columna.
            Me registro: voy cantando en coro una canción como por inercia. La melodía es tan inofensiva como infantil y, en contraste, la letra encierra un poder de denuncia inapelable. Mientras camino ligero, improviso mentalmente una lista de todo lo que me gusta de ella: verla llegar en bicicleta, sacar fotos, armar sus cigarrillos. Ni que hablar de su pelo, rubio como la miel, sus tetas, y esa sonrisa fotogénica. 'Deberían asentar todo eso en su Veraz', pienso, y me río a mis adentros. Permiso, disculpen, intentaré pasar por aquí.
            Voy llegando al lugar de partida de la movilización, donde ella presumiblemente esté sosteniendo alguna bandera o elemento que pudieren dar cuenta de la consigna. Me detengo para agudizar la búsqueda, recorro con la mirada los distintos grupos de manifestantes hasta que por fin puedo dar con ese rostro que se volvió seda cada vez que lo acaricié. Quedo atrapado en esa sonrisa, que sintetiza su forma de batallar la vida. Entonces me esfuerzo por detener el tiempo y saboreo ese infinito instante de contemplarla. Puedo oírla cantar con ímpetu, aplaudiendo a tempo. Su actitud de resistencia la vuelve aun más hermosa. Imagino a Cristina, a su edad, igual de seductora.
            De a poco voy disminuyendo el paso intentando infiltrarme 'espontáneamente' dentro de su campo visual, y para ser descubierto con mayor facilidad me bajo la capucha. Estamos a unos cinco metros de distancia y en la calle empieza a llover un poco más fuerte. Eludiendo el gentío, tomo coraje y voy a su encuentro, con permiso, gracias.
            Ella avanza despacio, al ritmo de la columna, y me mira de reojo. Está ahí por la lucha colectiva y lo sé. Yo estoy ahí por ella y también lo sabe. El canto general anuncia lo que será el final de la marcha y el ruido se vuelve ensordecedor. Todo lo que no es ella acaba desvaneciéndose. Cuidadosamente nos vamos acercando, y sin dejar de caminar, ya casi estamos uno al lado del otro. Quisiera que la lluvia se llevara mis prejuicios y poder besarla aquí mismo, delante de todo el mundo, como la noche en que fotografiamos al tango. Nos miramos fijo y ya estamos a punto de abrazarnos. Registro mis palpitaciones, y como otras veces, se me seca la boca.
- Sabía que ibas a estar acá, por eso vine, porque te extraño todos los días de mi vida, y sé que quizás me apuré y no manejé bien las cosas, pero necesito volver a verte –no le digo. 
            Alguien me aprieta el hombro desde atrás y me detiene. Giro y recibo un abrazo que me asfixia. 
- Germancito querido, cómo estás tanto tiempo -el estrujón me impide ver quién es. Una vez que me suelta, me encuentro con un viejo referente que empieza a hablarme de los medios de comunicación. Me ofrece participar en una campaña referida a alguna cuestión que no retengo ni me esfuerzo por retener. Mientras asiento con la cabeza, intentando eludir la conversación, pienso en que la columna sigue avanzando y que volví a perderla de vista. 
            El diluvio rompe la escena rematando aquel monólogo. Él se cubre la cabeza con las manos y en seguida nos despedimos. La columna se desintegra caóticamente a causa del aguacero y, como un trípode, permanezco mirando en panorámica cómo todo el mundo se zambulle de un lado al otro. En el agite, algunos se refugian bajo los árboles, los más previsores despliegan sus paraguas, y reina el caos generalizado. 
            Paneo una vez más en trescientos sesenta grados sin volver a verla, y mi mente se inunda de pensamientos desesperados. El cielo se derrumba a pedazos al igual que mi esperanza de encontrarla. Apunto a lo alto y, abriendo grande la boca, dejo entrar gotas y más gotas que son pequeñas ilusiones, las trago hasta ahogarme y toser. Luego de un rato, por fin, ya resignado, me rindo.
            Ahora mi cuerpo es pura agua que derrama a través mis extremidades, me pregunto cómo y dónde estará ella. Desplazando bruscamente a quien se me cruza en el camino, comienzo a andar ligero en dirección a mi casa, correte del medio por favor, sin poder distinguir los bombos de mis latidos. Mi rostro también está empapado, aunque no podría precisar cuánto por la lluvia y cuánto por las lágrimas. Córranse, abran paso. Por primera vez en mi vida, compruebo que se puede amar y morir en un mismo instante. Necesito sentarme a escribir eso. “Ella que marcha”, podría ser un buen título para comenzar. Salgan todos del medio. ¡Córranse, que voy a pasar!