No importa qué día nací, viejo
Nací en la Capital el 30 de junio de 1982, un poco antes de la medianoche. Era dictadura. Mi papá hubiese preferido el 1º de julio, porque era el aniversario de la muerte del General. Pero no fue así, sino un día antes de sus cálculos.
– Vas a ver, Lilian… vas a ver que nace para el aniversario de la muerte del Viejo –me contaron que se la pasaba diciendo. Y si bien el 30 de junio a la noche mi mamá dio finalmente a luz, mi papá hizo asentar mi nacimiento en el Registro Civil con fecha 1º de julio de 1982 a las 00:01 hs., lo que originaría una pelea casi irreconciliable en su matrimonio.
Desde entonces, festejo dos cumpleaños: uno el día que nací, y otro, el día que mi documento dice que yo nací.
Una de las primeras palabras que aprendí a decir fue Pedón. Conocí a Hugo del Carril antes que a María Elena Walsh, Carlitos Balá o el Topo Gigio. Cantaba: “Pedón, Pedón, que gande só…”, y toda mi familia me aplaudía por eso. – Para tu cumple de un año vas a traer la democracia, vas a ver –me solían decir, casi en broma, mis papás mientras me daban el puré desde la cuchara-avión.
Al poco tiempo volvió la democracia y yo aún no sabía comer por mis propios medios, pero sí me salía muy bien poner los deditos en “V” y cantar la marcha peronista prácticamente completa. En aquel momento no había filmadora, pero me sacaban muchas fotos.
Empecé el jardín y me la pasaba llorando todo el día. Entonces me cambiaron a otro; era uno en el que no se lloraba. – Ahora vamos a ir al jardín en el que no se llora –me decía mi mamá, que era psicóloga, antes de dejarme en la puerta.
La mujer que me iba a buscar a la salida y me cuidaba mientras mis papás trabajaban se llamaba Martina y era muy buena. Había nacido en Paraguay. Mi papá me decía algo de la Patria Grande que yo no llegaba a entender, pero sí era capaz de repetir: Patia gande. Un día nos mudamos a Morón y de Martina no supe más nada.
En Morón hice el jardín preescolar, y cuando estuve a punto de empezar primer grado tuve algunos problemas de papeles. Mi documento decía “1º de julio” y se suponía que por ley debía dejar pasar un año más. Por suerte, no hizo falta que repitiera el preescolar, ya que mis papás fueron a muchas reuniones aburridas con gente sumamente aburrida y solucionaron todo. Por eso, es que siempre fui el más chico de mi clase.
A mis casi seis años nació mi hermana Laura y dejé de ser hijo único. Y al año siguiente, Menem fue elegido presidente, entonces en casa dimos la fiesta más grande de nuestras vidas y lo celebramos durante muchos días. Yo tenía el póster y el llavero, y se lo mostraba a todos mis compañeritos de colegio. Muchos no sabían quién era ese hombre de las patillas y yo no lo podía entender, si en casa no se hablaba de otra cosa.
Ese año mis papás compraron la tele a color. Era importada, pero igual no la prendíamos demasiado. Llegaba la noche, nos sentábamos en la mesa y hablábamos. Hablábamos mucho. Hablábamos de política y también de los jugadores de Boca. Yo sabía la formación completa de memoria: Navarro Montoya, Stafuza, Simón, Marchesini, Cuciuffo, Giunta, Marangoni, Ponce, Gutiérrez, Perazzo y Barberón.
Durante los noventa hice el primario y cada año mis compañeros me elegían delegado del curso. Atrás de eso vino el secundario y, si bien solía llevar buenos boletines a casa, ya no tenía tantas ganas de hablar de política. La fiesta para pocos, la convertibilidad, las privatizaciones, la AMIA, las armas a Ecuador y Croacia; todo era desilusión para mí.
– Al final, el peronismo es una gran mierda –le decía a mi papá. Y él se enojaba conmigo y me contestaba que en realidad aquel gobierno no era peronista, y discutíamos por horas. Un día me calenté y me hice músico. Y por un tiempo no quise saber más nada con la política.
– Al final, el peronismo es una gran mierda –le decía a mi papá. Y él se enojaba conmigo y me contestaba que en realidad aquel gobierno no era peronista, y discutíamos por horas. Un día me calenté y me hice músico. Y por un tiempo no quise saber más nada con la política.
Pero fue gracias a la música que en 1999 conocí a una chica que militaba en el M.S.T. y trabajaba para la campaña de Patricia Walsh. Pensábamos muy parecido y probé de sumarme a su lucha. Pintábamos paredes, íbamos juntos a reuniones, yo escribía artículos periodísticos y ella los revisaba y me daba su opinión. Era buena besando. Un día, su novio me pegó una piña en la cara y nunca más la vi.
En el año 2001 comencé la carrera de abogacía y me prendí a una agrupación que se llamaba Nuevo Derecho, que a su vez, pertenecía al Partido Socialista. Volanteábamos, tomábamos mate, hablábamos con todo el mundo, nos metíamos en las aulas. – ¡Papá, ganamos el Centro de Estudiantes y sacamos a la Franja Morada! –le fui a contar una vez, y él se ponía a hacer comparaciones con el peronismo universitario de su época. Al final, me terminaba encerrando en mi habitación a tocar el saxo.
Una tarde, tras una discusión que habíamos tenido, mi papá me reveló su secreto: “Vos no naciste el 30 de junio, Germán, yo estoy seguro que naciste el 1º de julio”. Mi mamá lo contradijo furiosamente y se armó una gran pelea. A partir de ahí yo me enojé aun más con él, y estuvimos un tiempo sin hablarnos. -¿Ahora me decís esto? ¡Al final no sé qué día nací! –le reprochaba.
De a poco, me fui interesando por la política local: en el ’99 había ganado la intendencia un muchacho de ideas contagiosas que se llamaba Martín y no llegaba a los treinta años. “Martín es nombre de nene… ¡y el tipo quiere ser intendente!” –había bromeado en su momento mi papá, antes de que las urnas y el nene le taparan la boca. Yo recién lo pude votar en el 2003, y en el mismo sobre metí a Carrió para presidenta. Quería una boleta sin ningún ápice de peronismo, pero igual, ese día terminó ganando un peronista santacruceño.
Otra vez sopa, yo pensaba. Igual en el fondo estaba contento porque en Morón habíamos reelegido a ese joven de anteojos y barbita candado. “Yo soy sabbatellista” –le decía a todo el mundo, y algunos se reían por lo raro que sonaba esa palabra. Y aunque a mi papá también le gustaba su gestión, él se seguía diciendo peronista, y como tal, votaba a los candidatos peronistas.
Con el tiempo fui oyendo de boca del propio Néstor Kirchner las mismas palabras que ya venían resonando acá en el barrio: “Memoria, Verdad, Justicia”. Y la cultura volvía a recuperar protagonismo. Para mí era muy importante, y en eso se parecían mucho las dos gestiones. Después vino todo lo bueno que ya conocemos, y fue así como, poco a poco, terminé acercándome también al gobierno nacional.
– ¿Viste? Esto es el peronismo… -me decía mi papá.
– No, esto es kirchnerismo, viejo -le retrucaba yo.
– No, esto es kirchnerismo, viejo -le retrucaba yo.
En 2011 nos descubrimos votando exactamente la misma boleta. Los candidatos se renovaban, y ese proyecto que a ambos nos enamoraba seguía profundizándose con Cristina en la Nación y Lucas en nuestro Municipio. Con mi papá ya no discutíamos tanto como antes, aunque estábamos algo distanciados. “No puedo creer estar votando lo mismo que mi viejo” –pensaba una y otra vez.
Finalmente, tres años más tarde, nos encontrábamos por primera vez en un acto político; era de Nuevo Encuentro, en Atlanta. Los dos vestíamos la misma remera, habíamos ido por nuestros propios medios, y nos habíamos sentido igualmente interpelados. Apenas nos cruzamos nos quedamos ahí, haciendo pie entre esa marea turquesa, mirándonos, sin hablar.
Fue un instante eterno, en el que él no dejaba de mirar mi mano, la misma que después de 30 años volvía a apuntar al cielo los dedos en “V”. Y yo no dejaba de mirar sus ojos, que luchaban por contener aquellas lágrimas inminentes. Por fin, cuando me dio el abrazo de su vida, ese abrazo que atravesó la piel y se me tatuó en el alma, pude decirle al oído: -No importa qué día nací, viejo, acá estamos. Y ahí nomás rompió en llanto. Y yo, que no fui menos, volví el tiempo atrás hasta detenerme en aquel primer jardín de infantes del que, también por llorón, me habían tenido que cambiar.
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